126) Lugar encantado

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Y encantado era como parecía el valle. Pero no de manera horrenda, sino de una forma más sublime. Las cadenas montañosas corrían de norte a sur, dando forma a un valle de no más de dos kilómetros de ancho; de largo sí multiplicaba muchas veces esa cifra. En efecto, me pareció un lugar encantado, pero no de la forma que me habían contado. Las montañas, cuyas cumbres nevadas refulgían a la luz del sol, ofrecían un aura espectacular, mágica, de una belleza arrebatadora que robaba el aliento. Tomé unas cuantas fotografías antes de centrar mi atención en lo demás.

Si las cumbres nevadas eran hermosas, el río cristalino que descendía desde el norte por el centro del valle, me lo pareció todavía más. El sol brillaba en sus titilantes aguas, dando la impresión de que el fondo estaba cuajado de diamantes. El río desembocaba al sur en un río que iba de oeste a este, éste de mayor envergadura y más turbias sus aguas, que servía de frontera al valle. No había puentes ni lanchas para cruzar el río, sólo unas balsas de juncos que anteriores visitantes dejaban ocultas entre la maleza. Ésta era la otra razón por la que el valle no recibía muchos campistas. La otra creo que ya quedó clara: el lugar estaba embrujado.

Tras unos quince minutos de búsqueda encontré una balsa para cruzar el río. Me pareció tosca y poco fiable, pero era eso o regresar por donde había llegado. De modo que subí a ella. Aún era de mañana y no pensaba pasar la noche en el valle, de modo que mi equipaje era bastante exiguo. No me parecía que el valle estuviera embrujado como los vecinos del lugar aseguraban, pero tampoco quería probar suerte quedándome a pernoctar. Mi intención sólo era recorrer valle arriba, tomar unas cuantas fotografías y regresar con el sol poniente.

De suerte que la corriente del río no era fuerte, de manera que, al llegar al lado norte, que era el lado del valle, apenas me había desviado unos cien metros del punto de partida al otro lado. No miento cuando digo que sentí aprensión a la hora de desembarcar. Aunque era reacio a creer en los rumores que circulaban sobre aquel lugar, quiera uno o no, los rumores nefastos siempre acaban por calar en el subconsciente. Y aunque lejana, sopesé la posibilidad de que al pisar la orilla norte todo cambiara de forma brusca, convirtiéndose el valle en algo oscuro y terrorífico. Pero alejé esos fantasmas de la mente y salté con decisión.

Planté firmes los pies en el suelo, y contuve la respiración durante casi un minuto, esperando. Nada ocurrió, salvo que la balsa amenazaba con irse corriente abajo. Una vez asegurado mi transporte en tierra firme, me planté y observé el valle con ojo crítico. El río cristalino discurría plácido cien metros a mi izquierda; a sus costados, una verde llanura salpicada de arboledas y diminutos bosquecillos, ascendía en ambas direcciones hasta morir en las faldas de las cordilleras. Éstas, enormes e impracticables, montaban guardia como gigantescos ancianos de cabello cano. Como ya dije, el paisaje parecía todo, menos embrujado.

Me coloqué la vaina del machete en la espalda, bajo la mochila de campista, colgué la cámara de mi cuello, y sujetándola con la mano izquierda para que no golpeara contra mi pecho, me eché a andar. Más adelante me aprovisioné con una suerte de bastón para tantear entre la hierba, ya que había lugares en los que me llegaba hasta la cintura. Ya entre la llanura, el lugar perdía parte de su encanto. La hierba era más alta de lo que había imaginado, el río, una de cuyas márgenes seguía, me parecía más mundano de lo que a la distancia parecía y las arboledas eran nutridas y oscuras, de árboles que yo ni siquiera reconocía. También me sorprendió que el lugar estuviera carente de vida; no vi ni un pájaro, ni un roedor, ni insectos, ni peces en el agua. Lo peor eran las montañas, demasiado enormes y opresivas, cuyas formidables sombras cubrían la mitad del valle. Ya en su interior, el valle me parecía menos mágico y más embrujado.

Pero «bah», me dije, eso no me detendría. Quizá era la ausencia de vida lo que le daba la mala fama que se le imputaba. De modo que no me amilané, y, a cada cierto tiempo, cada que veía algo que consideraba digno, aprestaba la cámara y tomaba una o dos fotografías. Así continué largo rato, intentando sobreponerme a la soledad del lugar, sin permitir que el miedo y la inquietud se apoderaran de mí. Pero para ser honesto, cada vez me sentía menos cómodo y más asustado. Talvez no era un lugar encantado, pero desde luego que era atípico.

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