57) El caso de la familia Rice (I)

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Jonathan Rice estaba recostado en una mecedora cuando llegué a su casa. Terry, su enorme pastor alemán ladró cariñosamente al verme y Jonathan se desemperezó para salir a mi encuentro.

—Thomas, mi querido amigo —dijo, estrechándome en un abrazo de oso—. Qué gusto verte por acá.

—Las singulares visitas que recibiste ayer me picaron bastante —le dije después del cálido abrazo—. Y ya sabes que soy un hombre muy curioso.

—Y estoy agradecido de que lo seas —replicó.

Jonathan había cumplido cincuenta años el mes pasado. El escaso cabello que le rodeaba la cabeza era gris, a juego con la barba como pelambre. Tenía la piel curtida por el sol y el viento del campo y se le entreveían más que un par de arrugas. Era cinco años más joven que yo, sin embargo, parecía más viejo. Tenía el aspecto de un viejo que ha sufrido grandes pesares. No obstante, estaba frente a mí, sonriendo como idiota; sonrisa que solo puede brotar del alma.

—Veo que estás muy feliz —señalé—. Por qué no me invitas a un vaso de ese delicioso ponche que prepara tú hija y luego me cuentas la razón de tú alegría.

—Faltaba más. —Me invitó a pasar—. Desde la mañana le dije que preparara una buena jarra porque conociéndote cómo eres no tardarías en aparecer. Aunque no prometo que la bebida tenga la calidad de siempre, ya que mi dulce muchacha anda más en las nubes que en la tierra.

—Lo imagino.

—¿Así que ya lo sabes, viejo bribón?

—Lo intuí. Y me alegro por ambos, te lo digo de corazón. Quien no se alegrará mucho será mi joven sobrino de la ciudad. Me contó muchas veces que estaba prendado de Brenda y que incluso mantenían correspondencia.

—¡Bah! Un par de cartas, eso fue todo. Créeme, no se desmoronará. Unas cuantas noches de borrachera y asunto olvidado.

—Tienes mucha razón.

Entramos a la casa y Brenda me sorprendió echándoseme al cuello a la vez que exclamaba:

—¡Tío!

No es que seamos parientes ni nada por el estilo. Pero durante los últimos quince años he estado tan unido a los Rice que es como si lo fuera, y la muchacha me compensaba llamándome tío y tratándome con igual o más cariño.

—¡Hola princesa! —La saludé—. ¿Hay algo que quieras contarme?

Por toda respuesta me enseñó el dedo anular de su mano izquierda: un hermoso anillo con un diamante lo adornaba.

—¡Así que tenía razón! —dije—. Muchas felicidades, pequeña.

—Gracias, tío.

Brenda era la última de los vástagos de Jonathan. Los otros dos, varones por cierto, habían perecido en el horrible suceso de hacía quince años. La muchacha que tenía enfrente no se parecía en nada a la niñita que conocí por aquel entonces. Todo el horror vívido había quedado atrás, cuando era niña, y según me contó en una ocasión, de eso tenía recuerdos difusos y muy vagos. Por lo cual tanto Jonathan como yo estábamos muy agradecidos. Queríamos mucho a la muchacha y recuerdos de esa etapa sólo hubieran empañado su vida y su felicidad.

Con el paso de los años Brenda se había convertido en una muchacha atractiva. Su pelo del color del fuego enmarcaba un rostro cobrizo con suaves y elegantes bucles. Y aunque una cicatriz bajaba del mentón al cuello, eso no mermaba su belleza ni la hacía menos dulce.

Pasé una tarde bastante amena con Jonathan y Brenda. Tanto el padre como la hija se mostraron contentos con el compromiso y Jonathan incluso, cosa que me sorprendió, tuvo palabras halagadoras para el joven que había pedido la mano de Brenda. Y todo lo contrario a lo que me había advertido Jonathan, el ponche estuvo más rico que nunca.

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