109) Esperando la cena

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La familia Hart era una familia típica de aquella parte de la ciudad. Mantenía relaciones cordiales con todos sus vecinos, asistía a fiestas y eventos de caridad, donando igual o más que cualquier otro, y su casa siempre estaba abierta para quien los necesitase. No había en ellos nada de extraordinario. Excepción hecha quizá por lo inmensa de su fortuna, pero como sus más cercanos vecinos también eran gente acaudalada, esto no era algo que llamase mucho la atención. También eran gente muy agraciada, pero eso se debía a su juventud.

Y los Hart estaban muy orgullosos de su normalidad.

Sólo tenían una pequeña extravagancia, una nimiedad en realidad, algo sin importancia, o al menos eso era lo que repetían constantemente a sus amigos. Y es que los Hart no salían de casa ningún día de fin de mes. Ya fuera veintiocho de febrero, algún treinta o treinta y uno de otro mes, su agenda estaba invariablemente marcada con quedarse en casa, y los demás lo sabían, por lo mismo nadie les extendía ninguna invitación con cualquiera de esas fechas.

―Es un viejo ritual familiar ―dijo el Sr. Hart cuando alguien le preguntó a cerca de la peculiaridad―. Podría decirse que es nuestra noche especial, una noche de familia.

Las amistades, gente educada, no insistía en el tema, no les incumbía, y los Hart lo agradecían grandemente, dando una fiesta como ninguna otra a principios de mes.

El motivo por el que los Hart no salían de casa los fines de mes era muy sencillo. El fin de mes era la cena familiar, una cena muy especial que sólo ellos podían compartir. Una cena largos días esperada, que se hacía desear más y más a medida que llegaba la última noche del mes.

Esa noche, como cualquier otra de fin de mes, se sentaron los tres a ver televisión. El señor y la señora Hart a los costados del sofá, y el pequeño, de doce años, en el centro. Si alguien se hubiera asomado a la ventana habría visto que miraban el televisor sin ver, que sus rostros estaban pálidos y famélicos y que en nada parecían las personas que muy feliz se mezclaban en la sociedad. Pero si alguien se asomó a la ventana, seguro que no miró nada, porque estas estaban cerradas a cal y canto.

―Voy hacer una llamada ―dijo el esposo a eso de las nueve de la noche, tras ver televisión durante más de dos horas. Marcó el número y esperó―. Jairo, ¿qué pasa? ―preguntó cuando levantaron al otro lado.

―Mil disculpas Sr. Hart ―respondió Jairo―, la comida aún no está lista, pero ya casi.

Se escuchó un disparo al otro lado de la línea y el Sr. Hart frunció el ceño.

―¿Qué fue eso, muchacho? ¿Es qué estás viendo una película? Ya sabes lo que pienso respecto a eso cuando estás trabajando.

―Mil disculpas señor, pero sólo es mientras terminan de preparar la cena.

―Más te vale. Mi mujer y mi hijo están hambrientos. Daos prisa y no nos arruines la velada, sabes que no te gustará ―su voz sonó fría, amenazadora.

Jairo tragó saliva al otro lado.

―No lo defraudaré señor, nunca lo he hecho. Lo mantendré informado.

El Sr. Hart escuchó un segundo disparo antes de colgar.

―¿Sucede algo, querido? ―le preguntó su esposa.

―Ya tengo hambre ―se apuntó su hijo.

―La cena se ha retrasado, es todo ―sentenció.

*****

La espera se hizo larga, todos se pusieron nerviosos, hambrientos y hasta sintieron miedo. Aquella cena era especial, aquella cena era la que los mantenía unidos como familia, era la que les permitía pertenecer a una sociedad. Si no la obtenían a tiempo, si Jairo les fallaba, los tres estarían muy molestos, no sólo con él.

Cuando el teléfono sonó los tres tuvieron un sobresalto. Ellos no se asustaban, excepto en situaciones como aquellas.

―Listo, señor ―la voz de Jairo era de triunfo―. Llegamos en quince minutos.

El Sr. Hart suspiró con alivio.

―Excelente, Jairo, excelente. Venid con cuidado, ya sabes lo que vale lo que traes.

―No se preocupe, señor.

―Buenas noticias, supongo ―aventuró la Sra. Hart cuando su esposo cortó la llamada.

―Excelentes. Jairo ya viene en camino.

*****

El Sedán negro entró al garaje casi sin hacer ruido. Los Hart habían escuchado el ruido de su motor mucho antes de su llegada y lo esperaban ansiosos y hambrientos en el garaje.

Jairo se bajó el primero, del asiento del copiloto, su aspecto no era el impecable que casi siempre llevaba, se parecía más a alguien que hubiese sostenido una pelea.

―¿Estás bien? ―preguntó el Sr. Hart.

―Muy bien, señor. Gracias por preguntar.

―¿Los trajiste? ―aunque más bien era una pregunta retórica, los habría olido desde centenares de metros.

―Sí, señor. Bajen al comedor, en seguida llevamos la cena.

La familia sonrió entre sí con complacencia y bajó al sótano, donde estaba el comedor para aquella noche tan especial.

Jairo bajó al sótano, un sótano muy bien cuidado, poco después de ellos. Les seguían tres niños, llevaban la boca tapada pero los ojos no, y en ellos se adivinaba el terror de lo que habían vivido. Por suerte ya no vivirían demasiado. Por último, ingresó el compañero de Jairo, el que le ayudaba en aquellos pedidos tan especiales.

―¿Por qué tardasteis tanto? ―increpó el Sr. Hart, en parte para mantener la compostura y no abalanzarse sobre los chiquillos.

―El padre de los muchachos tenía un arma ―dijo el interpelado a la defensiva―. Tuvimos que matarlos, eso sin permitir que la cena armara jaleo y sin alertar a los vecinos. Fue un trabajo difícil. Vaya si lo fue.

―De suerte que aún son las once ―comentó el Sr. Hart―. Porque sabes lo que pasaría si llegamos a las doce sin cenar, ¿verdad?

Jairo asintió, el miedo reflejado en sus ojos. Lo sabía, vaya si lo sabía. Caos, muerte, destrucción, tres vampiros sueltos en la ciudad, como un loco al que le ha pasado el efecto de los sedantes, solo que mil veces peor.

―Que el retraso no se vuelva a repetir. Ahora dejadnos solos.

Los dos hombres salieron y la familia Hart se quedó a solas con los tres suculentos platillos, que temblaban y trataban de zafarse de las amarras. Todo en vano. Una chiquilla de unos once años, un niño como de trece y el más chico apenas rondaría los siete. Eran perfectos.

Echaron a suertes quién le correspondía a cada quien, como habían hecho durante siglos, y dio inicio la tan ansiada cena de fin de mes, no sin antes quitarles el tapón de la boca, para que pudiesen gritar mientras los Hart les sorbían la vida y la juventud.

Al día siguiente los Hart se reintegraron a la vida social como las personas más normales del mundo, más jóvenes y radiantes que nunca. Felices, pero con una miríada de huesos enterrados en el sótano de su casa. 

Cuentos de terror ✔Where stories live. Discover now