110) Extraños presagios

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Gilberto se encontraba de vacaciones en la hacienda de un tío. Era esta una propiedad utilizada para el ocio, principalmente. Contaba con más de cien hectáreas, entre bosquecillos y pasto para el ganado, pero su atractivo principal lo constituía una mansión que databa de los tiempos de la conquista española y que había pertenecido a un terrateniente largo tiempo olvidado. A escasos cien metros de la mansión había un río en eterno arrullo, que constituía una música casi mágica para los habitantes de la gran casa. A Gilberto particularmente le encantaba el sonido del río, era lo último que escuchaba antes de dormirse y lo primero que penetraba en su subconsciente al despertarse. Era un lugar de paz, un lugar para meditar, para descansar en serio.

Llevaba dos días de estancia en la mansión. Dos días en los que se había recuperado de las fatigas del viaje, dos días en los que se había dedicado a leer y charlar sobre cualquier banalidad con su tío. Dos días en los que casi había olvidado a Javier, su mejor amigo. Pero al tercer día lo recordó, y no de la forma más grata.

Había salido a dar un paseo a caballo, recorriendo los potreros a ratos y siguiendo la vereda del río en otros. Era un día cálido, agradable. Junto al río se podía oír la letanía de aves entre el follaje y el rumor del río como fondo. Ya había entrado la tarde, pero Gilberto decidió que bien valía la pena sentarse un rato para oír aquel canto combinado con el rumor del río. Incluso se acostó cerrando los ojos y recostando la cabeza sobre los brazos. Estuvo mucho tiempo así, tranquilo, disfrutando del ambiente, hasta que un agudo chillido irrumpió en el lugar. Abrió los ojos y vio un gavilán en el cielo.

―¡Oh, rayos! ―exclamó, y se giró en el suelo, enterrando el rostro en el suelo y protegiéndose la parte posterior de la cabeza con los brazos.

¡El gavilán con amenazantes garras iba hacia él!

Otro chillido, un golpe sordo e infinidad de aleteos. Pero él gavilán no impactó contra Gilberto. Se recuperó del susto y se incorporó. El aleteo continuaba, pero lento y débil. Estaban en un arbusto a solo unos pasos de él. El ave de caza había cogido una blanca palomilla. Al rato ascendió en el vuelo, llevando entre sus garras a la víctima. El trinar de las aves había cesado, sólo se oía el río, pera esta vez parecía lleno de pesadumbre.

Todo había sido muy extraño. Más extraño aún, se descubrió pensando en Javier, su apuesto amigo de ojos azules que había dejado aterrado en la ciudad. Durante unos momentos le pareció que los ojillos de la paloma eran los ojos de su amigo. Una idiotez, por supuesto.

―Por favor, no te vayas ―le había suplicado Javier―. Tengo mucho miedo.

Habría podido quedarse. Buena parte de él deseaba quedarse, pero esa parte mezquina que todos tenemos salió a relucir al último momento. «Bien merecido lo tienes», pensó por último con inquina. La mujer con la que Javier se había estado acostando, cuando era soltera, había sido una especie de amor platónico para Gilberto. Aunque eso no lo sabía Javier, aun así, Gilberto le guardaba cierta dosis de rencor.

La cosa era que la chica en cuestión, de nombre Zoila, se había casado hacía dos años con un tipo a quien su mala reputación le precedía. Era una chica muy hermosa, y como tal, no tardó en meter en su cama a personas distintas de su marido. Javier era el último. Y Javier aseguraba que unos días atrás el esposo lo había visto cuando saltaba la cerca de la parte de atrás de la casa. No estaba seguro, pero estaba aterrado por ello. Lo peor, se rumoreaba que ya había matado con anterioridad a alguien porque creía que tenía amoríos con Zoila.

―Si tienes miedo ven conmigo a la hacienda ―le había dicho Gilberto―. Mi tío estará encantado de tener a alguien más con quien charlar.

―Sabes bien que aún no me dan vacaciones, Gil ―dijo Javier―. Y mi trabajo lo es todo.

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