92) Después de un velatorio

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Aún no era muy tarde cuando Ricardo llegó al lugar del velatorio. Había mucha gente, sentados en bancas traídas de las iglesias de la aldea y en bancos plásticos y de madera proporcionados por los mismos vecinos. En esos momentos el predicador iba a empezar su mensaje; el rato más aburrido de un velatorio, a opinión de Ricardo, pero no si contabas con amigos que te distrajeran.

—¡Hey, Rica! —le gritó alguien. Por la voz solo podía tratarse de Quique, uno de sus amigos de parranda.

Lo divisó en un santiamén. Como siempre estaban apartados del resto, jugando a las cartas, y, ¡qué raro!, tomando aguardiente.

Ricardo trotó hasta ellos.

—¿Y qué pasó? —preguntó su amigo—. Pensé que ya no ibas a venir.

—Ni me preguntes. Mi mamá como siempre.

Quique y otros corearon su respuesta con una gran carcajada. Era por todos sabidos que su madre era una matrona muy dura, una mujer de temer.

—Pues, anda, toma. —Ricardo aceptó la botella, y tras cuartear un trago con soda en un vaso desechable se lo tomó a coleto.

Quique le palmeó la espalda y lo invitó a echarse otro trago, pero Ricardo lo calmó diciéndole que más al rato.

—¿Qué tal todo? —preguntó—. Ya saben que habrá de comer.

Quique se encogió de hombros.

—Supongo que algo bueno, recuerda que todos los vecinos colaboraron.

No todos. Su madre se había negado en redondo a colaborar para los funerales de aquel viejo loco. De alguna forma eso hacía sentir más culpable a Ricardo.

El muerto era Don Lachito, un viejito setentero, medio loco, borracho y solitario que sin duda alguna nadie lloraba. Pero pertenecía a la aldea, era vecino de todos, y los vecinos debían ayudarse. Esa mañana que fue hallado muerto a las puertas de su casucha, sin nadie que se encargase de su entierro, se apeló al lado bueno de los aldeanos para su última despedida. Y todos habían colaborado, o casi todos.

—¿Sucede algo? —preguntó Quique.

—No, nada.

—Pues te has quedado como menso, bueno, más menso de lo que eres.

—¿Sí? Bueno, verás, la verdad es que hoy no tengo muchos ánimos de compartir con ustedes. Así que, si me disculpas, por una vez quiero oír el mensaje de Dios.

Dejó a Quique y a varios más con la boca abierta mientras iba a tomar asiento junto al grueso de la reunión. Una señora que daba pecho a un bebé le sonrió cuando se sentó no muy lejos de ella y la niña que tenía entre sus piernas lo alegró un poco al sonreírle con dulzura. Ricardo le devolvió la sonrisa.

Pero la verdad es que no quería oír el mensaje de Dios. Solo quería estar allí en silencio, despedir con respeto los restos del pobre Lachito, y serenar su espíritu; tenía que convencerse que él no le había quedado a deber nada a aquel anciano, ni había tenido nada que ver con su muerte.

Miró la caja, de madera pulida y relieves en forma de cruz y flores. El predicador se movía en torno al ataúd, y de vez en cuando lo tocaba, para ejemplificar algo de lo que hablaba, pero Ricardo no le prestaba atención a él, ni siquiera le escuchaba. Él solo miraba la caja, su contorno, el brillo del barniz, su tamaño. Allá donde estaba la corona de flores debía reposar la cabeza del anciano, lo imaginó con sus pantalones rotos, su camisa raída, y su viejo sombrero de paja. Era estúpido, porque seguramente le habían quitado esos harapos antes de meterlo a la caja, sin embargo, así era como lo imaginaba. También veía en su mente su rostro vetusto, ajado como pergamino viejo, sus ojillos entornados y suplicantes, sus labios contraídos, suplicando, y su mano delgada y temblorosa, implorando. Pero no, él no tenía la culpa de que el anciano hubiera muerto, ¿a qué no?

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