8. En los huesos

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Un mal sueño: eso había sido todo. Cristina se despertó cansada, asumiendo que había tenido pesadillas; hizo su cama y fue a desayunar a la cocina, donde ya estaban su madre y Egea, que no trabajaba el domingo.

La niña agarró la caja de cereales.

Era la única que se había levantado tarde, pues incluso Lorena tuvo tiempo de poner la lavadora, ir al Mercadona y asar el pollo para la comida.

Como un domingo cualquiera, Cristina saludó y se sentó a desayunar y revisar el celular, como si nada hubiese pasado. Y al cabo de unos minutos, oyó pisadas arrastrarse por la escalera.

Los tres se giraron a la vez.

Dave bajaba en chándal gris y su usual gorro.

Y con la mejilla izquierda amoratada.

La tripa de Cristina se plegó. No había sido un sueño. Regresó la vista a su desayuno antes de que su hermano se diera cuenta de que estaba tan espantada como su madre, que dejó de organizar la compra para acercársele a toda velocidad.

—¿Qué te ha pasado?

Dave resopló.

—Nada, mamá. Fue jugando al fútbol. Ahora vuelvo.

No había dado el primer paso cuando Egea se volvió y cortó otra de sus esperanzas:

—¿A dónde?

Dave respiró profundamente, sin responder. Apenas había dormido aquella noche y no tenía ganas de continuar la pesadilla por la mañana.

—No vas a ninguna parte después de lo de ayer. Y tu madre está de acuerdo conmigo.

Lorena no dijo nada, aunque Cristina la miró con la comida atrancada en el esófago, esperando que lo contradijera.

Pero no lo hizo, así que Dave, que permaneció inmóvil unos segundos, al final se giró de vuelta a la escalera.

—¿No vas a desayunar? —preguntó su madre.

Dave no contestó: el portazo desde el piso superior lo hizo por él.

El muchacho apoyó la espalda contra la puerta, preguntándose cuándo se había vuelto tan cobarde. Se arrepentía de no haberle devuelto el golpe a Egea la noche anterior.

El tiempo solo había confirmado lo débil que era.

Se sentó en el suelo. Quería seguir siendo el de siempre, el duro y antipático, pero su interior comenzaba a quebrarse. Era la primera vez que alguien le levantaba la mano y sabía que, si hablaba, su madre sería capaz de ponerse de parte de su pareja antes que de parte de sus hijos.

A Cristina ya le había pasado, pero nunca se imaginó que un día le tocaría a él.

El dolor de cabeza se intensificó.

No sabía si callaba por él o por su madre. No soportaría que Egea se ensañase contra su madre por su culpa. O contra su hermana.

La hora de la comida fue la más tensa que Dave atravesó ese día. Bajó a la cocina resignado, confiando en que podría llenarse el plato de arroz y subir a comer a su cuarto, pero su madre insistió en que comieran juntos, como habían estado haciendo durante el noviazgo.

Dave se sentó al lado de su hermana, como siempre, frente a Egea, que lo vigilaba pese a que Cristina trataba de hacer conversación. Y sin previo aviso, Egea le asestó una patada por debajo de la mesa y Dave dejó de jugar con la comida.

Por poco se ahogó de la angustia que le provocaba comer sin apetito.

Su hermana lo miró de reojo, consciente de lo que ocurría y sin valor para intervenir.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Where stories live. Discover now