27. En el ojo de la tormenta

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Nunca supo cuánto tiempo transcurrió. Había golpeado furioso los costados de su padre, tratando de liberarse de su agarre en un súbito ataque de pánico y su padre lo sujetó más fuerte. El muchacho gritó que lo soltara, forcejeó y lo insultó, pero Ángel continuó hablándole en voz baja, asiéndolo firme por los codos.

Y cuando se dio cuenta de que la ansiedad estaba consumiendo en llamas a su hijo, lo sentó de golpe y se agachó frente a él.

—En vez de llorar, dime qué ha pasado para arreglarlo.

Los dientes de Dave castañearon. Poco a poco, el muchacho recuperó el control de su respiración, pese al gimoteo. El agua le había emborronado la visión; traía las mejillas ásperas del agua seca.

—Jill...

Su padre le enjugó las lágrimas de los ojos con un pulgar y Dave, al sentir su mano, se sorbió la nariz.

—¿Quién es Jill? ¿Una amiga?

Dave asintió repetidas veces y otra lágrima ardiente rodó por su mejilla, quemándosela. Casi clavaba los dedos en los brazos de su padre.

—La han violado, papá. Los tres. Y en una iglesia.

Dave apretó los ojos cerrados hasta que le dolieron. Le ardían los pulmones de contener el oxígeno para llorar.

—Jill no, papá. Ella no...

Se inclinó hacia delante, hecho jirones por dentro, y a su padre se le trenzó un nudo en la garganta. Era su carne, su sangre, un pedazo de sí mismo. La única razón por la que no rompía a llorar con él era por sus compañeros de trabajo, parados a cierta distancia de seguridad.

—¡Todo lo hago mal! —exclamó Dave de repente, entre gimoteos e hipo húmedo, y le rasgó el alma—. ¡Todo esto es por mi culpa, por imbécil, por inútil!

Ángel apretó los antebrazos del chico.

—Estás muy cansado, Dave —dijo en voz baja—. Aquí no hay inútiles.

—¡No he sido capaz de cuidar de ninguna de las mujeres que me dejaste! ¡Ni de Cris, ni mamá, ni...!

—Nunca te pedí que las cuidaras, no era tu trabajo —lo interrumpió su padre, acercándose más a su rostro—. Tienes dieciséis años, por Dios, jamás te encargaría una responsabilidad tan grande.

—Mátame —soltó Dave, desesperado—. Quiero que alguien me mate, por favor, que...

—Dave, mírame.

Lo había tomado de la cara para forzarlo a mirarlo, casi rozando su frente con la de su hijo, y, a pesar del remolino de voces que le estaba descuartizando la consciencia y la vergüenza que le daba llorar ante él, Dave obedeció.

—Estoy aquí, yo me encargo. Tranquílizate, yo estoy contigo.

Acariciaba sus mejillas con los pulgares.

Pero Dave sentía tanto que no sentía nada. Había dejado de llorar, aunque seguía jadeando como si se asfixiase, por lo que su padre lo tomó por la nuca y lo estampó contra su hombro.

Toda la tensión en el cuerpo de Dave se descargó y él respiró, mentalmente agotado. Había calidez en el pecho de su padre, en su voz, en sus manos.

Cerró los ojos y la ansiedad escapó.

Debió de quedarse dormido sobre la clavícula de su padre, porque no se dio cuenta de cuándo se subió al auto. Tan solo se percató de que la noche estaba negra, que las luces de la calle refulgían naranjas en la acera y teñían el interior del auto, y de que su padre le acarició varias veces la cabeza de regreso a casa.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Where stories live. Discover now