21. El fin de la guerra

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Dave regresó el lunes a la escuela. La sudadera le cubría los nudillos; la piel entre sus dedos estaba erosionada, como si se rascara hasta sangrar.

Aunque odiaba dejarse ver, prefería ir al instituto que quedarse en casa. Al menos en el instituto podía pasar los recreos con Jill, sentados en el murito alrededor de la araucaria, y hablar con ella. Entonces sí sonreía. Sin miedo, sin cadenas.

El corte en el labio se había ennegrecido y, cuando Marta vio su pómulo derecho inflamado y amarillento, se sentó a su lado en clase, antes de que la profesora de inglés llegara, para inclinarse a su lado, cruzados los brazos sobre la mesa, y preguntarle si todo iba bien.

—Si quieres, te acompaño al médico —le dijo en voz baja, y su voz empalagosa resultó hermosa a los oídos de Dave, que la miró con sus tristes ojos y se echó atrás.

—No hace falta. Son golpes que se borrarán con el tiempo.

—De todas formas... —continuó Marta—, si necesitas que mi padre te lleve a casa, dímelo. O puedo pedirle a Fran que te acompañe.

—Marta, para.

La miró a los ojos y ella pegó los labios suavemente. Fran era el novio de Marta desde hacía un año y lo último que Dave quería era que otro muchacho tuviera que defenderle.

Él no necesitaba ayuda.

Al final Marta asintió y Dave volvió la vista hacia la ventana, aislado en su tormentosa nube de sangre, peleas, cuchillos y destrucción.

Las horas transcurrían como si él fuera un simple espectador al que le cortaban su película con un descanso comercial.

Luego llegaba a casa y hallaba el comedor revuelto, cacharros apilados en el fregadero y nada de comer. Su madre salía del dormitorio como recién levantada; Dave, al verla, se preguntaba en qué momento se convirtieron en dos extraños que compartían vivienda.

Su madre atravesaba cada noche una batalla de la que Dave se enteraba solamente cuando las paredes vibraban; entonces oía los forcejeos, cerraba los ojos para dormirse e intentaba no imaginarse lo que pasaba bajo las sábanas.

Durante el día, echaba el pestillo y se escribía con Jill.

Podía fingir que no le importaba las cosas que le llamaban en la escuela, porque siempre respondía con más insultos, pero, en lo más profundo de su corazón, estaba herido y ni siquiera creía a Jill cuando lo halagaba.

Comía porque, en el recreo, Jill le compartía Oreos.

Dave había perdido doce kilos desde la primera paliza, pero vestía tanta ropa que Jill solo lo notó en su rostro y palidez.

El martes, saliendo del instituto, se colgó la mochila de la muchacha al hombro sin que ella se lo pidiera. La acompañaría a casa para tardar más en llegar a la suya y Jill no se opuso. Durante el camino, él confesó que estaba muerto de hambre.

—Y no voy a comer.

—¿Por qué?

—En casa nunca hay comida —resopló—. Solo como cuando madrugo y me da tiempo a coger algo de la cocina. Mi madre siempre pide a domicilio y yo no como con ellos. A él no le gusta verme cerca de ella.

Jill no respondió.

Dave regresó a casa cuando la discusión acababa de empezar. Los ignoró y subió a su habitación; echó el pestillo, soltó la mochila al pie de su cama y se metió en el armario. Había arañado el suelo hasta conseguir levantar astillas de madera, por lo que rascó unas cuantas más y se las comió en seco. Podía sentir los gruñidos rasgar sus intestinos.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Where stories live. Discover now