15. El vacío del dolor

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Dave escuchó a su madre exigirle a gritos una explicación al civil que se presentó en casa, pero todo lo que recibió por respuesta fue que la causa de muerte había sido un golpe contundente con hundimiento craneal. La niña había sido hallada atada de manos y pies, pero no se había realizado la autopsia aún.

Llovía.

Dave se había estrujado contra la esquina de la pared, sobre su cama, hiriéndose a propósito la espalda.

Un final lluvioso para el peor día de su vida.

Cerró los ojos. Se sentía más solo que nunca, porque incluso la lluvia sonaba lejana. Otro trueno cortó el silencio que había gobernado la casa desde que su madre y Egea salieron, y él suspiró.

—Cris.

Quería oír los pasos de su hermana en la escalera, que abriera sin permiso y le trajera un sándwich de crema de cacahuete. ¿Había abrazado un cadáver? Ya no lo sabía.

Al día siguiente despertó tarde: desde la cama, escuchó a su madre hablar con la policía en el piso inferior y luego con su abogado; Lorena llamó también al instituto, al hospital y a sus hermanos, y lloró sobre Egea.

Dave permaneció en su cuarto, en jeans y sudadera negros, con su gorro de invierno, tan débil que solo el dolor lo sostenía. Su estómago vacío no gruñía.

Habían venido las amigas y compañeras del trabajo de su madre, y su tía de Almería, pero él no bajó.

Oía a su madre llorar desolada, quizá con el rosario entre los dedos.

Y cuando Dave se dio cuenta de que no estaba soñando, se marchó al instituto. Faltaban cinco minutos para el final del recreo, de forma que se apresuró en salir de la casa y cruzar la calle hacia el instituto.

Los pasillos estaban vacíos.

Con el cadáver de su hermana clavado en la mente, se asomó a las grandes cristaleras que separaban el edificio del patio de recreo.

La campana sonó.

Se le aceleró el pulso cuando la avalancha humana bajó del patio superior en dirección a las cristaleras. No notó a Jill, la muchacha de ojos grises que siempre se sentaba alrededor de la araucaria, porque Merche corrió a jalarle el brazo y preguntarle por qué no había venido Cristina.

Dave ni siquiera la escuchó. Entre la multitud de colores, había reconocido unos ojos verdes, grandes, ribeteados de pestañas.

—¡Cabrón!

Agarró a Álvaro del cuello de la sudadera negra, insultándolo, y este se aferró a las manos de Dave, acobardado.

—No me pegues, gordo —le dijo rápidamente en voz baja—. Lo hice por ti, por...

—Mi hermana, tío, la... La han...

Ocultó la cara en el pecho de Álvaro, sin soltarlo, tan nervioso que se tambaleó y el otro lo abrazó para que no cayera.

Álvaro tardó unos segundos en darse cuenta de que Dave resoplaba con todas sus fuerzas para no derramar lágrimas, que el caos mental lo mareaba y no se daba cuenta a quién se había asido. Al final su amigo le palmeó el omoplato.

—Tío, nos están mirando.

Dave lo sabía porque su ansiedad había crecido. Sintió la presión, la cercanía de los cuerpos, y alzó la cabeza. Casi como si el tiempo se hubiese detenido, reconoció, entre la aglomeración que lo apretujaba, a la izquierda, los oscuros ojos de Ciro Santos.

Y soltó a Álvaro.

Empotró los nudillos en la boca de Santos, que no pudo esquivarlo. Otra vez lo golpeó, sin escuchar los gritos alrededor.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Where stories live. Discover now