30. Pausar la vida

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Dave bajó a la cocina a desayunar en sudadera negra y jeans oscuros, con hambre. Le preguntó a su padre si podía llevarlo a casa de Jill, y Ángel se volvió para entregarle su café.

—¿Pasa algo?

—Quiero hablar con ella —dijo, y procedió a morder la tostada. Su padre no dijo nada; agarró otra taza para servirse su café y, de espaldas al niño, lo oyó declarar—: Me he propuesto ir a verla siempre que pueda.

—¿A raíz de qué?

Dave miró a su padre y sus preciosos ojos castaños lanzaron un destello. Acababa de ducharse, por lo que aún había gotas en su cabello húmedo. Esperó a que su padre apartara la silla y se sentara para despegar los labios:

—La quiero.

Lo dijo de corazón, sin saber si su padre se reiría de él o rodaría los ojos. Antes no había querido ver a Jill porque lo hacía sentir culpable, pero, tras mucho pensarlo, concluyó que la necesitaba.

—Lo sé —dijo su padre al fin; luego le pidió el brazo herido y el chico, sin saber para qué, se lo tendió.

Su padre desató y retiró la muñequera; vio sus dedos mordisqueados y mentalmente anotó que debía limpiarle las uñas. Después desenvolvió la venda. Olía a ungüento, a hospital y a tiempo.

Dave lo observó masajear su muñeca entumecida en silencio; por primera vez en meses, alguien sostenía con cariño su mano no tan inútil. Su padre se giró y sacó pomada del primer cajón del mostrador, y con un poco frotó su hueso.

—Te he comprado crema de cacahuete —comentó sin darle importancia.

Dave no respondió, pero destensó los hombros. Y sin previo aviso, su padre hundió la mano en su bolsillo y dejó sobre la mesa, frente a él, un inmovilizador eléctrico.

El corazón del muchacho dio un vuelco.

Tardó un momento en darse cuenta de lo que era, pero cuando lo hizo miró a su padre y sus ojos centellearon.

—¿Es para mí?

Su padre asintió. Le mostró cómo encenderlo y dónde apretar para provocar la descarga de voltios. Era un aparato negro, más grueso que un celular, que podía usar sin restricciones. Dave apretó el botón y observó fascinado los voltios cerúleos saltar.

—Úsalo para defenderte —le dijo su padre—. Y si vuelven a molestarte, sea uno o sean cinco, dime quiénes son e iré a buscarlos.

Y Dave sonrió, natural, sin falsedad. Al principio sus labios se curvaron débilmente, pero luego miró a su padre y no pudo evitar esbozar una sonrisa más amplia.

Era sábado y su padre tenía turno de tarde, por lo que, antes de dejar a Dave en casa de Jill, lo llevó al supermercado más cercano. No le dijo por qué hasta que se detuvieron en el pasillo de dulces y bollería industrial: tomó una tableta de chocolate y se la entregó al muchacho.

—Para tu amiga —explicó—. Esto es lo que se hace cuando te acuerdas de alguien.

Quizá por eso su padre le compraba vaselina y crema de cacahuete.

La muchacha le abrió la puerta cuando él tocó al timbre, ya que sus padres estaban comiendo. Verla lo descorazonó: estaba más delgada que la última vez, además de pálida, y traía el cabello canela recogido en un moño desordenado, además de su descolorido pijama amarillo, con volantes en las mangas.

Lo hizo pasar al salón y se sentaron en el sofá, cada uno en un extremo. 

—Te he traído esto.

Abrir la bandolera de su hermana, que traía consigo, surtió efecto: Jill ladeó la cabeza. La tableta blanca y dorada de chocolate asomó y ella alzó sus ojos grises hacia Dave.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Where stories live. Discover now