14. Escala de grises

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Más que falsa, la sonrisa de Cristina era dolorosa. Esta vez mantuvo la boca cerrada en lo referente a Egea y Dave, y ni siquiera Merche se enteró de que su hermano la había descubierto. Sin embargo, muy en el fondo, sabía que Dave sería incapaz de acusarla con su madre.

Y quizá Dave no se atrevía a decírselo a su madre, pero no a sus amigos. Se estuvo quejando de su padre a sus amigos durante el recreo, sin siquiera abrir el zumo de frutas que traía en la mano. Llevaba una enorme sudadera gris puesta, aunque nadie pudiese ver los correazos de su espalda de todas formas.

—Yo vigilo a tu hermana, rey —se ofreció Álvaro de repente—. Te aseguro que, con lo que le tengo preparado, no volverá a ver a tu padre nunca.

Y Dave se encogió de hombros.

—Haz lo que quieras.

Ni siquiera le importaba. Por un lado, debía portarse lo suficientemente bien como para que Egea no lo patease por debajo de la mesa; por otro, seguía reprobando y saltándose clases para evitar peleas a la salida.

Que su hermana quisiera irse con su padre tan solo complicaba más su vida.

Estuvo pendiente de Cristina aquella semana. Sabía que se vería el domingo con su padre, así que el sábado, mientras Egea trabajaba de tarde, bajó a la habitación de su hermana sobre las ocho para pedirle una vez más que no dijera ni una palabra.

Como tocó antes de entrar, Cristina tuvo tiempo de esconder el libro que su padre le había regalado bajo la almohada; luego su hermano pasó y, al cerrar la puerta, ella le preguntó cómo estaba su espalda.

—Cerrándose —respondió él sin ganas—. No piensas escaparte de casa con papá, ¿verdad?

Cristina lo miró a la cara. Sus ojos oliva se habían entristecido, pues la niña no supo responder, y él se tomó ese silencio de mala manera.

—No puedes dejarme solo, Cris.

—No lo haré —protestó ella por fin—. Ven conmigo si no me crees. ¿No tienes ni un poco de curiosidad? Está aquí, no a miles de kilómetros y ocupado.

—Si quiere verme, tendrá que venir a suplicarme perdón de rodillas.

—Tengo miedo —susurró ella, estirándose el pantaloncito de pijama.

—Ya lo sé. ¿Crees que yo no?

—De la casa no, Dave. No sé de qué. Pero con él no tengo miedo. Con él me siento bien. ¿No quieres ser feliz?

—No voy a serlo nunca.

—Lo serás cuando acabes con todo.

Dave sopló. Su hermana hablaba sin saber.

—¿Con qué, Cris? ¿Con mi vida? Porque no me importaría.

—No, Dave. La vida la da Dios y la quita el...

—¿Dios? —repitió, enojado—. ¿El Dios de papá? Si Dios existiera, no me estaría pasando nada de esto. ¿Es que me lo merezco? ¿Me está castigando?

Cristina guardó silencio. Dave se rindió y dirigió a la puerta. Prefería no insistir a hablar de su padre y Dios.

—Te quiero.

Dave se rio suavemente al oír a su hermana.

—¿A qué viene eso? —inquirió, volviéndose.

Ella encogió un hombro. Se había puesto tan seria que él supo que no bromeaba, así que hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta.

—Yo también a ti.

—Papá todavía dice que eres su hijo favorito...

—Cris —la cortó—, él nunca ha dicho eso de mí ni lo dirá.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora