10. Idea

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—Hola, Aslan —le exageré una sonrisa cuando estuve finalmente frente a él

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—Hola, Aslan —le exageré una sonrisa cuando estuve finalmente frente a él.

Aslan frunció el ceño y dio un paso hacia atrás como si yo fuese el mismísimo Godzilla en pleno ataque.

— ¿Qué bicho te picó, Invierno? —inquirió con rostro confundido, perdido.

—Ninguno —me encogí de hombros—. Hace unos días te quejabas porque no te trato como a los demás clientes. Ahora que lo hago, me miras como si fuese de otro planeta.

Dio un paso al frente para apoyar los antebrazos de la barra. Sus ojos parecían escépticos y acusadores, pero por sobre todo: desconfiados. En el fondo creí que estaba detectando mi mentira, pero era casi imposible que supiera que Cata y yo hacíamos apuestas y que él solo era una víctima de nuestro sistema.

— ¿Finalmente te decidiste a tomar un curso de atención al público? —elevó una comisura de su boca mientras destilaba el típico ácido que solo me motivaba a echarle sal a su café.

Suspiré y comencé a preparar su bebida ideando un plan para poder ganarme el dinero de la apuesta, el problema era que lo único que me provocaba idear era un plan para partirle el trasero.

—Hay personas que se esfuerzan por encajar. Pero tú, Aslan, pareces esforzarte por desentonar y ahuyentar a cualquier ser humano.

—Es una enfermedad de nacimiento. Exceso de honestidad, o exceso de personalidad también.

—Exceso de materia fecal en el cerebro, querrás decir —murmuré a un volumen que él no captaría.

Alcé la mirada y en efecto, parecía curioso ante mi murmullo pero sabía que no me preguntaría lo que había dicho. Sus ojos volvían a brillar con una chispa de emoción, como si le causara alegría que tuviésemos conflictos cada vez que nos cruzábamos.

En resumen: Aslan era una especie de sádico.

No sabía si en el plano sexual también —ni quería averiguarlo tampoco—, pero sin duda a él le excitaba infringir tristeza, dolor, ira o humillación en otras personas.

Le entregué su café y un pequeño plato con sus tres medialunas. Tenía pocos segundos para seguir una conversación con él, para sentar las bases para un beso al menos en la mejilla, para que ese hombre inusual y repelente quisiera recortar la distancia entre nosotros. Pero no tenía ni una idea de qué hacer.

Así que opté por la vieja confiable. Observé las medialunas y le hice la pregunta más estúpida de la faz de la Tierra:

—Entonces... ¿te gustan las medialunas?

Aslan me dedicó una mirada de desconcierto, de nuevo sin poder creer que yo estuviese diciéndole una cosa como aquella. Especialmente porque los dos sabíamos que era una pregunta sin mucho sentido.

—No —respondió frunciendo los labios—, las compro para botarlas a la basura porque disfruto ser un desgraciado y me sobra el dinero.

Exhalé todo el aire de mis pulmones, haciéndome consciente que estaba perdiendo mi dignidad y todavía no estaba ganando dinero por ello.

Me llevé la mano a la frente y la masajeé brevemente, preparándome para que Catalina se llevara todas las propinas del día, porque no había manera en esta galaxia que Aslan me diera un beso.

Entonces se me ocurrió.

Abrí los ojos como platos y lo miré con toda la seguridad que había perdido unos segundos antes.

Él se limitó a escudriñarme confundido, el color de sus ojos alternando entre oliva y miel de una manera casi increíble de ver. Levantó las cejas a la espera de las palabras que estaban en la punta de mi lengua.

Esto tiene que funcionar. 

Un beso por medialunas © ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora