24. Terca

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capítulo 1/3 del minimaratón de hoy. Como les informé ayer, subiré 3 capítulos. Es importante que los lean en el orden.

 Es importante que los lean en el orden

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No me había acercado al Café Porteño en una semana. Estuve abarrotado de trabajo y de reuniones con personas que solo me hicieron perder mi tiempo al no saber explicarme exactamente lo que querían que les hiciera.

A veces pasaba días completos en mi casa pegado a mi computadora sin mucha interacción con el mundo exterior.

Pero hoy no era uno de esos días.

Y no necesité entrar a la cafetería para verla.

Sonreí.

Tanto Invierno como su jefe estaban descargando algunas cajas. Su jefe entró por la puerta principal, dejándola sopesando cuál de las cajas levantar. Exhaló sonoramente y llevó sus manos a las caderas.

—Todas esas cajas se ven demasiado pesadas para ti —hablé acercándome a ella.

Invierno se sobresaltó al escucharme y abrió los ojos con sorpresa. Por un segundo pensé que me volvería a golpear tras asustarla.

Me había golpeado.

Lo había hecho como una mujer con serios desequilibrios mentales. Es como si de repente algo hubiese explotado en su cerebro y su histeria se desencadenó, golpeándome como una mujer primitiva.

No lo iba a negar: su bolso me dio tan fuerte que tenía suficientes razones para evitarla por el resto de mi vida.

Ni siquiera sabía porqué le di mi chaqueta. O porqué había vuelto hoy.

Esa mujer estaba loca.

Más loco estoy yo por regresar.

—Aslan —pronunció. Me gustaba cómo su voz entonaba mi nombre—, pensé que no volverías.

—Lamento desilusionarte pero aquí estoy de nuevo, Invierno. Y creo que mejor esperas a tu jefe porque no sé si sea prudente que levantes eso.

Ella frunció el ceño, y con un repentino ímpetu se agachó para coger una de las cajas. Le costó levantarla, y aunque su rostro mostraba un poco de sufrimiento, me dedicó una mirada de suficiencia.

Negué con la cabeza. Me acerqué para quitarle esa caja de las manos y evitar que su columna o caderas sufrieran daños.

—Dámela que te ayudaré.

—No —tajó—, yo puedo con ella, y con las demás.

—No seas orgullosa, Invierno. Tus brazos son dos fideos y puedes hacerte daño.

Su molestia pareció intensificarse. ¿Por qué demonios se molestaba conmigo si estaba intentando ayudarla?

Intenté jalar la caja, pero ella la jaló de vuelta.

—Por favor, Aslan, entra que en un momento te atenderé. Eres un cliente y no te corresponde hacer esto.

—Precisamente, Invierno. Soy cliente y siempre tengo la razón, ¿no viste eso en algún taller de atención al consumidor? Ahora dame la caja de una vez.

—Eres un maleducado, ¿lo sabías? Además no puedes tocar nuestra mercancía. Solo puede hacerlo el personal autorizado.

— ¿Maleducado? Te estoy intentando ayudar, joder. Maleducada eres tú. Además de terca y orgullosa.

Su rostro enrojeció y su ceño solo se profundizó. Esta mujer era insufrible.

— ¿Es que acaso tus neuronas no hacen sinapsis y no comprendes que no quiero tu ayuda?

—Terca.

—Troglodita.

—Orgullosa.

—Testarudo.

Había una chispa en sus ojos azules que me impedían soltar aquella caja, que me impedían dejarla allí con toda esa carga. La misma chispa que se encendía cuando sus mejillas se enrojecían tanto por molestia como por incomodidad o vergüenza.

Porque sí, había notado que sus mejillas se coloraron la semana pasada cuando le dije que ella era un pequeño rayo de luz. No mentía, ella lo era.

También era una loca ligeramente desquiciada. Pero creo que eso también formaba parte de su luz.

Seguimos jalando la caja de un lado a otro hasta que, como si estuviésemos sincronizados, nos dimos cuenta lo estúpidos que nos veíamos y comenzamos a reírnos.

Me gustaba el sonido de su risa, especialmente porque casi nunca se reía con ganas cuando yo estaba cerca. Era algo tan prohibido y tan exclusivo, que lo disfruté cada segundo.

— ¿Qué pasa aquí? —su jefe nos interrumpió. Se le estaba haciendo costumbre, y lo maldije mentalmente.

—Aslan no comprende que es un cliente y que no puede llevar estas cajas —ella intervino, volviendo a su actitud seria.

Su jefe me miró por varios segundos con los ojos entrecerrados. Yo permanecía con mis manos debajo de la caja que también levantaba Invierno. El hombre, que tendría más o menos mi misma edad —unos veintitrés años—, enarcó una ceja y se encogió de hombros.

—Si el problema es ese —habló—, podemos contratarlo por diez minutos para que nos eche una mano. ¿Te parece bien el trato? —me preguntó.

—Me parece perfecto.

Sonreí con satisfacción. Volteé a ver la cara de derrota de Invierno quien había abierto la boca entre el shock y la molestia.

Murmuró algo que no logré entender y entró a la cafetería sin mirarme. Su jefe se acercó a mí y posó su mano en mi hombro.

—Tú y yo tenemos que hablar —declaró en un tono que no me gustó para nada. 

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¡Recuerden darle a la estrellita antes del pasar al siguiente! Abrazos :)

Un beso por medialunas © ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora