Lo mejor que me puede pasar

2.3K 189 23
                                    

Por la mañana, lo sucedido le pareció menos que un sueño. ¿Realmente había visto un hombre convertirse en bestia? Abrió nerviosa la puerta de su cuarto y espió el salón. Vió la sábana abandonada en el suelo. Sobre el sofá, pelo áspero blanco y negro, y un par de manchas pardas que podían o no ser de sangre. Y la puerta de salida estaba entreabierta; su visitante se había marchado durante la noche.

Pasó el resto del día como entre niebla, haciendo las tareas habituales de forma automática. Limpiar y reparar la casa. Estudiar. Sentarse ante el portátil y amontonar cartas en el buzón de salida. "Como puede ver en el currículum adjunto", "Si le parece posible hacer la primera entrevista online", "Por supuesto que estoy dispuesta a trasladarme a Barcelona" "A Pamplona" "A Valencia" "Lyon, sin problemas" "Riga me parece una oportunidad fascinante de adquirir experiencia internacional".

Después de comer se abrigó bien, caminó los dos kilómetros hasta el punto más cercano con cobertura y envió su correo, se bajó las ofertas de trabajo del día y material para estudiar. De vuelta y de improviso le asaltó una bocanada de pura desesperación. ¿Alguna vez dejaría de sentirse sola y miserable?

Y al llegar a la puerta de su casa, el animal había vuelto. Le esperaba tumbado frente a la puerta al sol invernal y había dejado sobre el felpudo una liebre muerta. Julia dejó escapar el aliento, a medias suspiro y a medias sollozo.

—Vienes a mal sitio amiguito. Soy un maldito desastre, y probablemente me estoy volviendo loca, también.

Se sentó al lado sobre los escalones de piedra, viendo ponerse el sol. Cuando los recuerdos y el llanto volvieron, el animal puso una pata encima de su regazo y le lamió las lágrimas. Julia abrazó el cuello peludo.

—En el peor de los casos, veo visiones. En el mejor, eres un hombre lobo y me matarás en la próxima luna llena. Me solucionarías muchos problemas. Debería ponerte un nombre.

Cuando el último rayo de sol se ocultó, el frío le obligó a levantarse y a entrar. Sopesó la liebre. Qué diablos, seguro que recordaba cómo despellejarla. Lo había hecho con su abuela un par de veces, de niña, antes de crecer lo suficiente para horrorizarse de esa tarea bárbara.

Lavó de nuevo las heridas del animal, aliviada de ver lo mucho que habían mejorado en un día. Después preparó la liebre para cenar los dos y se acostó sin cerrar la puerta del dormitorio. Cuando despertó de madrugada se encontró al animal tendido a su lado, encima de las mantas, y se volvió a dormir aferrada al consuelo de su peso y su calor.

Rey LoboOnde as histórias ganham vida. Descobre agora