Siguiendo el rastro

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Después de un largo silencio, Julia se acercó a Rodrerich y le acarició el brazo. Él se giró para abrazarla y puso la barbilla sobre su pelo.

—He ahí el genio familiar; de cero a cien con una frase. ¿Ilbreich ha tenido de verdad problemas de drogas? Pensaba que no podían afectaros.

—Depende de lo que te metas y en qué cantidad. Algunas de las mezclas que se estaba pinchando con doce años podrían matar a un hombre adulto. Y supongo que a un par de caballos también.

—¿Esos fueron los "problemas" por los que intervino el juez?

—Le cogieron traficando. —Soltó a Julia y caminó nervioso por el salón, como un animal salvaje dentro de una caja—. Pequeñas cantidades, para pagar la que consumía. Ese... padre al que va a ver...

—Basta. Ponte el abrigo y salgamos. Si seguimos aquí vas a morder un sofá.

Con evidente alivio, Rodrerich obedeció. Salieron a una calle ancha y caminaron a buen paso, cogidos de la cintura, hacia uno de los grandes parques que engalanaban la ciudad de verde. El largo crepúsculo del norte oscurecía lentamente las calles, pese a que aún no era media tarde.

—Mi hermano siempre ha defendido a ese hombre —volvió a hablar Rodrerich, después de un rato—. Dice que veía que sufría, no sabía por qué y le proporcionó la misma anestesia que él usaba. A mi me resulta imposible creer que alguien ofrezca drogas duras a un crío pensando que harán algún bien.

—¿Su padrastro también era adicto?

—Y su madre antes de morir, hasta donde sabemos. Cuando huyó del clan no acabó con gente demasiado sana.

Atravesaron una explanada con algunos coches aparcados y entraron en una zona más retirada, con una fresca pradera salpicada de piedras grises talladas. Sobresaltada, Julia se dio cuenta de que no se trataba de escultura moderna.

—Me llevas a unos sitios muy románticos —no pudo evitar decir.

—¿Te impresionan los cementerios? Una de las entradas al santuario de Fortaleza del Mar se encontraba aquí.

—Enfermera de urgencias, ¿recuerdas? No me asustan los muertos.

En realidad el cementerio sí era romántico a su manera fúnebre. Las lápidas tenían varios siglos de antigüedad y los caminos las dividían en pequeñas praderas verdes, bordeadas de árboles sin hojas. Los rincones de sombra retenían manchas de nieve helada.

—La primera temporada en Rendalen fue infernal —rememoró él mientras paseaban—. Ilbreich mentía, robaba... y en cuanto aprendió a caminar por la malla empezó a hacer escapadas a Oslo para ir a "comer" con su padrastro. No era cuestión de broma, Oslo lleva veinte años conquistado por el Enjambre y arriesgaba la vida al venir por los zarcillos.

Salieron del sendero y cruzaron un pequeño bosquecillo.

—La entrada al santuario estaba aquí —señaló Rodrerich.

Se trataba de una pequeña colina, coronada por una roca agrietada y un muro cuadrado que podía ser un antiguo panteón, o una capilla realmente diminuta. Julia aspiró profundamente el aire frío: tierra, hojas putrefactas, roca, humedad...

—Noto un rastro del Enjambre, pero muy leve —afirmó.

El Rey Lobo sacó del bolsillo una semilla seca, del tamaño de un hueso de cereza y la rompió entre los dedos. Un polvo gris se derramó del interior al suelo.

—El fulgor está muy agostado. Sin embargo, hace un año estuve aquí y había vuelto a concentrarse. No son buenas noticias, significa que el Enjambre lo ha estado consumiendo hace poco.

Rey LoboWhere stories live. Discover now