Algo que me hable de ti

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Su regreso alborotó Refugio de Hielo, tanto por la falta del rey como por las noticias de una criatura del fulgor suelta en la malla. Prudente, Ilbreich calló sus dudas sobre el collar, y se limitó a enviar a una patrulla de cambiantes al lugar del ataque, con órdenes de rastrear la zona y traer de vuelta cualquier rastro que pudieran encontrar.

—Tengo que informar también al bailiff, y preguntar a Teresa por el resultado de la asamblea —le explicó de camino a los dormitorios—. Llámame egoísta, pero me alegra que hayamos confirmado que esa criatura es un peligro antes y no después de la votación.

—Para que Holger y su gente no encontrasen un motivo para no unirse —comprendió ella. Miró alrededor, sorprendida—. Este no es mi dormitorio

Había estado siguiendo al príncipe sin fijarse y ahora se encontraba en un despacho no muy grande, con las paredes cubiertas de archivos. Fuera de eso solo había un escritorio de madera oscura y dos sillones de oficina, uno a cada lado. Sobre la mesa reposaban un portátil cerrado, una colección de fotografías en marcos plateados y el enorme torque dorado que había visto llevar a Rodrerich durante el funeral.

—Lo va a ser. —El príncipe señaló una puerta cerrada, al otro extremo del despacho—. Esa es la habitación de mi hermano, y prefiero que la ocupes tú. Haré que traigan aquí una cama, y dormiré más tranquilo sabiendo que lo hago entre tú y... cualquier problema que pueda presentarse.

—¿De verdad crees que alguien puede intentar matarme? —preguntó con un escalofrío.

Hasta ahora no había visto más que una buena excusa para no quedarse sola en Rendalen. Pero ahora que estaban de vuelta, un nudo de miedo se le trenzó en el estómago.

—No. Honestamente, creo que tanto mi hermano como yo estamos paranoicos desde que le disparó Bård. Me va bien, mejor prevenido que malherido.

—No es mala política —aceptó ella—. ¿Puedo ducharme?

Tras la pelea y la huída, parte de la sangre que cubría a Ilbreich había acabado sobre ella; su peinado nuevo tenía mechones pegajosos.

—En el dormitorio hay un baño. Roba lo que quieras de los armarios.

Julia lloró por dentro recordando la ropa perdida en las mochilas: toda una mañana de compras en Oslo, y el único resultado eran las prendas sucias que vestía. Cada vez le extrañaba menos que los cambiantes pasaran tanto tiempo desnudos.

—¿Tú no te vas a lavar? Parece que te hayas revolcado en un matadero.

—Cuando pueda... —contestó el príncipe, desalentado—. Tengo que hablar con medio santuario para explicar por qué me he dejado a nuestro rey por el camino.

Antes de desaparecer por la puerta aún se volvió una última vez.

—Que no te asuste la decoración, no es cosa de mi hermano. Roderich no ha tenido tiempo de cambiarla desde que nuestro padre murió.

Fue una advertencia que Julia agradeció: el viejo rey gustaba de las armas antiguas demasiado para su tranquilidad. Grandes placas de madera antigua cubrían todos los huecos libres de las paredes, sujetando una puntiaguda colección de espadas, cuchillos y dagas. Sobre el cabecero de la única cama se cruzaban dos largos fusiles que parecían también históricos, y una última, más pequeña, estaba vacía. Por las marcas había contenido pistolas. Suponía que Rodrerich había sido fiel a su norma de guardarlas todas en la armería.

El dormitorio sí era muy grande; a un lado contenía una L de armarios cerrados, y al otro una similar de estanterías llenas de libros. En las otras dos esquinas vio un escritorio pequeño, una mesita auxiliar pegada a un pequeño sofá y un incongruente soporte para pesas.

Tomó del armario una de las túnicas negras, varias tallas demasiado grande y al menos un palmo demasiado larga, y se dirigió con curiosidad al baño. La porcelana era también anticuada y elegante. Encontró en una estantería grande, como la de un spa, útiles de aseo y una pila de toallas mullidas. También contenía un reproductor azul que al encenderse emitió una música eléctrica y extraña, entre el rock y la psicodelia. «Eso es cosa de Ilbreich» supuso, apagándolo con una mueca. Aquel sonido áspero y enervante no le cuadraba con la imagen que tenía de Rodrerich.

Al menos el jabón era corriente, había temido tanto un perfume de hombre como encontrarse con champú para mascotas. Cuando el agua dejó de correr de color rojo, se envolvió en la túnica como en un batín y salió a curiosear. Si esas iban a ser sus habitaciones, suponía que tenía permiso implícito para investigarlas.

La estantería tenía bastante más calidad que la del padrastro de Ilbreich en Oslo, con una buena colección de lo que parecían clásicos noruegos. También libros en alemán y francés; sonrió al encontrar Histoire de ma vie de Giacomo Casanova. Una estantería entera estaba ocupada por antigüedades escritas a mano y encuadernadas en resecas cubiertas de cuero. Y también encontró un puñado de libretas, repletas de la pulcra caligrafía de escolar de Rodrerich. Una parte estaba escrita en renglones cortos que podían ser de poesía, pero no supo adivinar más.

Los armarios, pese a su tamaño, no contenían mucha ropa. «No es extraño, con lo poco que os dura». Aparte de las túnicas, y junto con un registro de vaqueros, jerséis y camisetas, vio la ropa "de camuflaje" que Rodrerich empleó cuando visitaron el pueblo, y ropa de camuflaje real, militar. Le sorprendió encontrar también dos trajes de gala. Estaban colgados dentro de fundas protectoras de nailon, señal de que no se usaban a menudo.

Cerró la puerta, decepcionada. Salvo por los libros, Rodrerich no parecía tener objetos personales que hablasen de él, al menos a la vista. Ningún recuerdo de infancia, o de la familia que perdió. ¿Era de verdad tan reservado? El despacho no le enseñó mucho más; entre las fotos del escritorio había una de Rodrerich y otra de Ilbreich, los dos muy jóvenes y en traje militar. ¿Fotos de graduación? Otras cinco, más antiguas, mostraban a tres mujeres y dos hombres que no reconoció.

—Quita las manos de esa mesa —ordenó una voz de mujer, áspera. Cuando Julia alzó la cabeza se encontró de bruces con una cara que ya conocía. Astrid. La nacidaloba con la que Rodrerich compartía los inviernos.

«Oh, mierda».  

Rey LoboWhere stories live. Discover now