Ponle una mano encima y...

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Julia examinó sus posibilidades: si la cambiante tomaba la forma de guerra, tenía tiempo para derribarla, al menos si no se aturullaba al usar el don. Se irguió, sin separar las manos del escritorio.

—Estas son mis habitaciones ahora. Eres tú, me parece, quien no tienen nada que hacer aquí.

Astrid alzó el labio superior, descubriendo una fila de dientes muy blancos. Cruzó la habitación con dos zancadas y antes de que Julia pudiera reaccionar la tenía del otro lado de la mesa, a un brazo de su cara.

No me provoques —amenazó la loba, con un gruñido gutural.

De golpe, Julia ya no estaba segura de poder reducirla a tiempo; se movía más rápido que ningún cambiante que hubiera visto antes. Y no parecía necesitar la forma de guerra para ser peligrosa.

—Es el príncipe quien te ha metido aquí —siseó Astrid—, no Rodrerich. Ni para mí ni para el resto eres reina aún.

«¿A qué se refiere?» confusa, se dio cuenta de que no había reflexionado que emparejarse con un rey lobo pudiera tener más consecuencias que las privadas.

—Me parece justo —admitió—. Y yo no lo he pretendido. Pero no es por eso por lo que estás furiosa conmigo, así que: ¿quieres hablarlo?

—¿Hablar? —escupió la loba—. Dime, ¿cuánto esperas que viva el hijo que llevas dentro?

La amenaza implosionó en una ira primitiva y voraz que Julia no reconoció como propia. El olor feral de Astrid aumentó y pudo percibir de nuevo la energía arremolinada, al alcance de su mente y su poder.

No nos amenaces —advirtió. En ese momento se sentía capaz de matar sin remordimientos a la loba.

Para su desconcierto, Astrid retrocedió dos pasos, mientras su cara cambiaba del asombro a la consternación y de nuevo a la ira.

—¿Crees que yo...? ¿A un cachorro? —Sacudió la cabeza, y después habló despacio, como quien explica las cosas a alguien que toma por tonto—. ¿Cuánto esperas que alcance a vivir tu hijo? ¿Ochenta años? ¿Noventa?

—Si nace cambiante, puede que bastantes menos —se preocupó Julia, confusa. «Salvo que su padre tenga éxito y consiga hacer retroceder al Enjambre».

Astrid tomó aire como si pretendiese llenarse de paciencia y volvió a hablar con el mismo tono.

—El príncipe Ilbreich tenía nueve años cuando cambió. Casi todos los nacidohombres tardan más. El hijo que más me vivió, murió con siete.

Retrocedió otro par de pasos, sin dejar de mirar a Julia.

—Un lobo no vive más de doce años. Un cambiante nacidolobo vive décadas si no cae en combate. Eso me has quitado, no me digas que vamos a hablar.

Se giró y le lanzó una mirada despectiva por encima del hombro.

—Deja de tocar sus cosas y ven. El consejo va a reunirse y tienes que estar presente.

Insegura, Julia se sujetó túnica para que no arrastrase y siguió como pudo las largas zancadas de la loba. Sentía la cabeza un remolino de indignación, confusión y tristeza. Cuando Ilbreich le había contado que Astrid quería hijos cambiantes, había creído que se trataba de un deseo frívolo, priorizar las criaturas que eran la nobleza del clan. No había imaginado que, de no serlo, la nacidoloba daría a luz cachorros y no bebés.

«Se demasiado poco» comprendió preocupada. Tenía la sensación de llevar los últimos meses corriendo de sobresalto en sobresalto, sin un minuto para detenerse. Y ahora tampoco parecía un buen momento, mientras perseguía a Astrid por los pasillos de piedra de Refugio de Hielo.

Rey LoboWhere stories live. Discover now