Asuntos de familia

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Se aguantó la curiosidad hasta que se bajaron del taxi, a la entrada de la aldea de los lobos; mientras caminaban sobre el empedrado, tendió la caracola a Rodrerich para poder hablar. Caminaron con las manos entrelazadas, sosteniendo entre ambos el amuleto de piedra.

—Antes he pellizcado un nervio sin quererlo, ¿verdad? ¿Ilbreich y vuestro padre no se llevaban bien?

Con un suspiro el Rey Lobo la abrazó por la cintura, volvió a enlazar los dedos y descansó la barbilla sobre su pelo.

—"No se llevaban bien" es como decir que el Pueblo Lobo y el Enjambre tienen "algunas disputas territoriales". No te preocupes, esas historias familiares es inevitable que surjan antes o después. La madre de Ilbreich... no voy a culparla, tenía diecinueve años cuando se casó. Por lo que sé de la historia no la obligaron, aún así... una linaje tan joven, con un rey sin herederos... el deber y la presión familiar debieron ser los principales motivos para que aceptarse. Y mi padre estaba acostumbrado a que su palabra fuese ley. No era un hombre que dejase mucho espacio a las voluntades ajenas.

—¿Así que Ilbreich vio demasiadas peleas entre sus padres, de niño?

—Fue peor, su madre escapó y cortó todo lazo con el clan. O no sabía aún que estaba embarazada, o huyó en cuanto tuvo la sospecha, en todo caso nadie se dio cuenta y nuestro padre no la mandó buscar. Se marchó a Oslo y vivió allí, sin contacto alguno con nuestra raza. Murió cuando mi hermano tenía cinco años y era aún demasiado niño como para que le hubiese hablado de nosotros.

Caminaron despacio hacia la vieja torre de piedra que dominaba el pueblo, separándose de la carretera principal que descendía hacia el garaje. El cielo invernal estaba cuajado de estrellas y la luna centelleaba sobre la escarcha. Cuando Rodrerich hablaba su aliento ascendía en nubes muy blancas.

—Ilbreich fue muy prematuro en cambiar, con nueve años. No es raro en huérfanos, incluso cuando son abrigados por el clan, porque la rabia y el miedo disparan a menudo las primeras veces. —El brazo que la rodeaba se crispó un momento y él calló unos segundos, perdido en recuerdos—. Mi raza es gregaria, Julia. Necesitamos unos de otros para mantenernos sanos, más incluso que los humanos.

—Ilbreich me lo dijo. Que no soportáis la soledad.

Rodrerich asintió, mientras rodeaban la torrecilla. Iluminada por los focos lejanos del aparcamiento, Julia vio una puerta de madera antigua y refuerzos de hierro oscuro. El dintel y la hoja estaban cubiertos de intrincadas tallas nórdicas.

—Lo debe saber bien, no imagino cómo debió sentirse ocultándose de todos y sin saber si había otros como él... con doce años se metió en líos y cuando su expediente pasó desde los servicios sociales a un juez, descubrieron que aunque Ilbreich estaba inscrito solamente como hijo de ella, su madre nunca se había divorciado. Fue la primera vez que tuvimos noticia de su existencia. Cuando llegó aquí mi hermano era un desastre, y nuestro padre no era el más indicado para hacerse cargo de un niño con tantos problemas.

«Pero tú sí» meditó Julia. Rodrerich había perdido a su esposa y a sus hijos; por supuesto que se volcó en ese hermano huérfano, más de diez años menor. Habían llegado junto a la puerta y él se destrenzó para abrir. Palpó por encima del dintel y sacó de entre dos piedras una llave antigua de forja, de un palmo de largo. La argolla estaba moldeada como dos lobos jugando en círculo.

—¿Y tu madre? —preguntó, sin acordarse de que él no podía entenderla sin el talismán—. ¿Vivía aún cuando...?

Antes de que Julia pudiera terminar la frase se oyó un estampido y Rodrerich se dobló en dos. Comenzó a cambiar a la forma de combate, vaciló y gimió. Se oyó otro estampido y Julia sintió esta vez el zumbido de la bala antes de que impactara a su lado, sobre la piedra.

—Plata... —balbuceó Rodrerich—. Sin control, su cuerpo cambió de manera desordenada, rasgando la ropa hasta tomar la forma de lobo blanquinegro. Con un espasmo, se puso en pie y se interpuso entre Julia y el tirador. Una baba sanguinolenta le goteaba desde las fauces al suelo, y las patas le temblaban como si fuesen incapaces de sostenerle.

La llave de hierro había caído junto a la puerta, en la sombra. Julia palpó el suelo helado, frenética, mientras la balas silbaban y Rodrerich rugía de dolor. Atrapó la llave y cuando la introdujo en la cerradura giró con facilidad.

—¡Entra! ¡¡Rodrerich!!

El rey se precipitó en una carrera torpe; Julia cerró detrás, temblando. A tientas en la oscuridad, se las arregló para encontrar un cerrojo manual y pasarlo. El lobo jadeaba, un estertor que no presagiaba nada bueno. Le rodeó la muñeca con las fauces y la guió hacia una escalera de caracol que se hundía en el suelo. Apenas habían recorrido dos vueltas, se oyeron más disparos arriba y el crujir de la madera.

«Esa puerta era una antigüedad» pensó con una indignación absurda. Caminaba a tientas, aferrada al pelaje del lobo con una mano y con la otra apoyada en la pared; cuando los escalones se acabaron sintió un momento la sensación de atravesar mercurio y después la impresión de que el cuerpo de Rodrerich se esponjaba bajo sus dedos; un sentido cercano al tacto pero no igual. Acababan de cruzar al remanso, comprendió cuando la respiración de él se hizo menos errática. Una luz automática se encendió en el techo y Julia vio que estaban en un pequeño recinto de piedra con un par de bancos y las paredes cubiertas de abrigos y botas de nieve. Se lanzó hacia la puerta que se abría al fondo.

—¡Vamos! ¡Vienen detrás!

El lobo se había girado hacia la pared desnuda por la que habían entrado; las patas y el cuerpo le temblaban tanto que tuvo que sentar las ancas en el suelo. Sangraba, pero las heridas no eran demasiado grandes. Julia le había visto recibir peores daños sin debilitarse.

—Rodrerich, ven... busquemos ayuda.

El Rey Lobo se tumbó o más bien se derrumbó. Julia miró alrededor, desesperada. Lo único que se parecía a un arma era una pareja de palos de ski abandonados, así que agarró uno. El sentido común le ordenaba huír, pero lo mandó al diablo. «No voy a perder a nadie más»

Del muro surgieron una pistola y un pasamontañas negro. Rodrerich se irguió, las patas crispadas sobre la piedra del suelo, lanzando un gruñido corto. Y como si una guillotina hubiera caído del techo, las partes de su enemigo que surgían de la pared cayeron al suelo en media docena de trozos. Ni siquiera le dio tiempo a gritar, cortado con un filo tan fino como un escalpelo. La habitación se llenó del olor metálico de la sangre.

Julia se arrodilló junto al Rey Lobo, que tiritaba con violencia.

—Has cerrado la puerta, o lo que sea... lo has atrapado en medio. ¿Puedes moverte? ¿Puedes andar?

Bajo sus dedos el pelaje estaba más frío de lo normal, y su otro sentido le decía que lo que fuera que movía a los cambiantes, aquella energía arremolinada que había hecho saltar desde Rodrerich a su hermano, se estaba diluyendo como si se fugara por un sumidero. No lo pensó más, se puso en pie y corrió hacia los dormitorios, llamando a gritos a Brisa, a Diego, a cualquiera que pudiera ayudar a salvarlo.

Rey LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora