Qué poco sé de ti

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Volvió a la casa intranquila: la conducta del hombre había sido extraña. Si se había arrimado a ella como parte de la investigación, había sido muy torpe. Tampoco se había identificado como policía. ¿Quizás sólo se aburría y era realmente malo ligando?

«Tengo que decidir ya entre contárselo a Rodrerich o no». Hablar con él era arriesgarse a poner sobre aviso a un terrorista. No hacerlo, quizás era entregarlo sin darle oportunidad de explicarse.

«Estaré chiflada, pero después de dos meses cuidándote no voy a dejar que algo malo te ocurra» pensó al verlo de nuevo, feliz con sólo que ella estuviese de regreso. «No sin estar segura al menos de que te lo mereces».

Tenía intención de usar las mechas de inmediato, pero Roderich encontró primero los libros. Agitó la cartilla infantil con burla y canturreó algo con voz de niño pequeño. Era como un lorito, capaz de cambiar el tono de voz a voluntad.

—Oye, que cuando lo compré apenas eras capaz de hablar. ¿Yo que sabía?

Las sagas por el contrario le arrancaron una sonrisa de placer. Leyó en voz alta un par de párrafos. Su voz cobró intensidad, no estaba ya leyendo sino declamando. De golpe vaciló y se atascó. Cerró el libro de un golpe irritado. Tomó aliento y empezó a recitar de memoria. Alzó las cejas, sonrió de medio lado y sacó pecho. Se llevó la mano al costado como si acariciase una espada. Un guerrero, grande, poderoso ¿Bravucón?. Caminó con pasos firmes, al ritmo de las palabras, lanzando miradas de suficiencia a los lados. De improviso cambió el tono a un murmullo sibilante. Se encogió, engarfió las manos, retorció los hombros y se lamió los labios. Una criatura maligna acecha al bravucón.

Julia le observaba fascinada. No entendía una palabra de lo que estaba diciendo, pero Rodrerich dibujaba la historia para ella con gestos y giros de voz. El bravucón empina el codo. Se jacta, mientras alza una y otra vez el vaso. La voz se le vuelve pastosa y hace una declaración que asusta a todos. Y entre tanto la criatura acecha...

Rodrerich se paró en seco. Repitió la última frase. Avanzó tartamudeando y se detuvo de nuevo. Por último se le crispó la cara y con un gruñido animal descargó el puño contra la pared. Golpeó con tanta fuerza que el cristal de la ventana reverberó.

—¡Eh! ¡Que la pared no se mete con nadie!

Rodrerich respiraba como un fuelle, tenía los dientes apretados y los labios contraídos. A Julia le pareció que el lobo se filtraba a través de los rasgos del hombre como a través de un papel fino. Tenía sangre en la mano derecha y había una mancha en la pintura.

—Que manía tenéis los tíos de aporrear muros cuando lo que os pica es otra cosa.

Él cerró los ojos y se llevó las manos al pecho, como si quisiera guardar la rabia de vuelta. Forzó los músculos del rostro a relajarse y cuando volvió a abrir los párpados, tenía de nuevo la mirada penetrante y serena. Señaló la marca en la pared e inclinó la cabeza frente a Julia.

—Tranquilo, esa pintura ya se caía a pedazos sin ayuda. —Le puso un dedo en la sien, sobre la pequeña cicatriz que era todo lo que quedaba del golpe—. Hace un mes no eras capaz de decir tu nombre. Ojalá pudieras ver todo lo que has mejorado.

Las manos de él abrazaron su cintura y unió la frente con la suya. Julia no lo había sentido antes tan triste, o dolido. "Las palabras eran mi herramienta" ¿Había sido actor? Se movía y entonaba como un profesional, pero ni un extra de riesgo tenía semejante colección de cicatrices. ¿Quizás fue actor antes de convertirse en hombre lobo? Y de todas formas ¿Los hombres lobo nacían o se hacían a golpe de mordisco, como en las películas?

—Qué poco sé de ti, Peluche.

Él soltó un resoplido.

—Rodrerich. Quiero decir Rodrerich.

Nei, ¡Peluche!

Jadeó como un perro y le dió un largo lametón en la mejilla. Julia chilló y forcejeó, incapaz de librarse de las manos que, como un cepo, le oprimían la cintura. Él recorrió su cara a lenguetazos. Era tan ridículo que Julia rompió en carcajadas incluso mientras intentaba quitárselo de encima.

—¡Quita! ¡Baboso! ¡Para! ¡Baja, sit o algo!

Enterró la cara en su pecho para resguardarse, muerta de la risa.

—Eres... un... mal bicho.

Se secó ostensiblemente la cara contra su camiseta. Olía a suavizante y a él; un aroma casi humano pero con una huella feral, áspera.

—Un mal bicho y un tramposo.

Él se inclinó y la besó en los labios. Deslizó las manos desde su cintura hasta posarlas sobre sus caderas. Ya no la aprisionaba. Ella podía dar un paso atrás y separarse. Volvió a inclinarse y esta vez Julia retornó el beso. Exploró su boca con la lengua; tenía unos dientes parejos, levemente puntiagudos.

«Tu ganas. O gano yo, no lo se muy bien».

Enredó los brazos en su cuello y dejó que él la acariciase sobre la ropa. Quería aquello, decidió. Que la llevase otra vez a la cama, la desnudase e hicieran el amor, como dos animalitos salvajes retozando. Sin rendir cuentas al mundo ni a los muertos.

Las manos de Rodrerich comenzaban a buscar caminos bajo su jersey, cuando de improviso se detuvo. Se alzó e infló las aletas de la nariz. Julia notó bajo los dedos un cosquilleo: bucles de pelo comenzaban a surgir de la piel lampiña. La boca se le estiró hacia delante y las orejas se le alargaron.

—¿Qué estás...?

Se encontró de golpe en el suelo, Rodrerich la había arrojado a un lado del sofá. Él se giró hacia la entrada mientras cambiaba de forma a toda velocidad. Sus brazos se alargaron y su columna se curvó, el pecho se le ensanchó como el de un gorila, sus manos se armaron de garras afiladas y los colmillos crecieron grandes como puñales. La ropa reventó en jirones por los que brotaba el pelaje. Se alzó en una forma intermedia y gigantesca, ni lobo ni hombre; una pesadilla escapada de la oscuridad. Mezclado con su olor almizclado, Julia notó una bocanada de aroma químico. Y el estallido de la puerta de entrada cuando la reventaron desde fuera.

Rey LoboWhere stories live. Discover now