Bienvenidos a Rendalen

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—Esa es casa mía —señaló Ilbreich, apuntando a la cima de la colina. Julia se inclinó para verla, con las manos aún crispadas en el agarrador de la puerta y en el asiento. Ilbreich conducía el cuatro por cuatro como si fuese una motocicleta de cross.

Entre bandazo y bandazo, Julia vio un grupo de casas de piedra arracimadas alrededor de una torre cuadrada.

—¿Cuál de ellas?

El príncipe aceleró para tomar una curva cerrada y hubo un coro de exclamaciones en los asientos de atrás. Todos eran Coria que ahora entendían por qué los noruegos se habían hecho los remolones para montar con Ilbreich.

—Torre. En invierno allí, casas solo temporadas.

El paisaje alrededor era impresionante; una capa de nieve silenciosa cubría el suelo salvo por la pista de montaña que Ilbreich sobrevolaba. Por debajo de ellos se extendía una llanura blanca salpicada de pinos y lagos que comenzaban a helarse.

—Muy cómodo abajo, verás. Abrigado.

Eso esperaba, los últimos kilómetros de zarcillo habían sido gélidos, y duros para todos. Ahora solo quería darse una ducha y comer algo caliente.

Atravesaron calles desiertas pero extrañamente bien empedradas. Las casas estaban cuidadas y el pueblo era un paisaje arrancado al tiempo: paredes de troncos, techos de césped, ventanas de madera tallada que miraban al sur.

—Es precioso —admiró Julia— ¿Nadie vive aquí aparte de vosotros?

—No. Pueblo más grande cerca, pero aquí solo clan.

Sin bajar apenas la velocidad, condujo el coche hacia una cuesta que descendía bajo el suelo, hasta una doble puerta metálica y un garaje de varias plantas. Cuando al fin pudieron salir, le sorprendió el calor. Ilbreich les guió a través de una escalera: al cabo de pocos tramos la construcción de cemento se convirtió en piedra tallada, con espirales y signos tallados como en Mesas de Piedra.

—Hemos llegado —suspiró Ilbreich. El familiar eco reverberó en la cabeza de Julia, al tiempo que la escalera terminaba en una pequeña sala abierta en la roca. Algunos sofás con pinta de cómodos y varias alfombras de lana cubrían el suelo— Aquí podemos hablar libremente, como en el anfiteatro de Mesas de Piedra. En los dormitorios no, pero...

Ilbreich se calló de golpe. Un grupo de tres hombres y una mujer acababan de entrar. Las miradas no eran amables.

—Astrid —saludó Ilbreich. Parecía nervioso y en guardia—. ¿Supongo que vienes a indicar dónde pueden ducharse y descansar nuestros invitados?

—Los invitados de Rodrerich —señaló uno de los hombres—. El consejo...

—... presta su sabiduría al rey, Jakob. Y él ya ha dicho que lamenta que las circunstancias no permitieran esta vez consultarlo. ¿Podemos hablar de todo eso después? Hemos hecho un camino largo.

Julia se sentía cada vez más nerviosa. La mujer no paraba de mirarla. Su cara se alargó en un hocico, sus orejas crecieron y su cuerpo cambió a una de las formas intermedias. De inmediato Ilbreich se interpuso. La mujer lanzó un gruñido ronco.

—Astrid, no. No quiero que peleemos. Por favor.

La mujer volvió a su forma humana. Lanzó a Julia una mirada cargada de odio.

—Me encargo de alojar a los demás, no a ella. Quítala de mi vista.

Rey LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora