Funeral

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En el fondo de la sala, sobre un alto estrado, se alzaba un sitial tallado con una elaborada escena de combate. A los lados gruesos candelabros iluminaban el extremo de la sala dejando el resto en penumbra. En el centro se abría una especie de zanja en el suelo de piedra, de algo menos de dos metros de ancho y que se alargaba hasta un tercio de la estancia. Ahora estaba cubierta por una tela negra y los tres cadáveres estaban dispuestos dentro, con las manos cruzadas sobre el pecho. Humanos y lobos se agrupaban alrededor, hablando en susurros o rozándose con toques consoladores. En silencio y de rodillas, una mujer lloraba.

Apenas Teresa y ella se habían mezclado con los demás cuando Rodrerich y su hermano entraron en la sala; la multitud se abrió a los lados para hacerles paso. Julia retuvo el aliento: los dos tenían una expresión pétrea y vestían túnicas muy sueltas, largas y sin mangas. Rodrerich llevaba además un grueso torque dorado. Ambos subieron al estrado y tomaron la enorme forma de combate, imitados por el resto de los cambiantes. Alrededor se hizo un silencio absoluto, expectante. Rodrerich alzó la cabeza hacia el techo y aulló, un quejido solitario y tan doliente que Julia apretó las mandíbulas, combatiendo el deseo de taparse los oídos.

Uno por uno, linaje y cambiantes alzaron el rostro y se unieron al canto. La bóveda retumbó con una endecha de pérdida entonada por trescientas gargantas. Sobre el estrado Rodrerich tenía las garras crispadas, el fuerte pecho subía y bajaba, su voz vibraba en carne viva. Julia no supo cuánto duró aquello, pero cuando los aullidos se detuvieron tenía la piel erizada y la cara empapada de lágrimas. Se hizo de nuevo el silencio, pero ahora la tensión había desaparecido. La despedida había terminado.

Respirando como un fuelle, el Rey Lobo se volvió hacia el sitial. Se quitó del cuello el gran torque dorado, que en esa forma más parecía una gargantilla, y lo puso sobre el asiento. Una niebla blanquecina subió como una columna. Rodrerich alzó las garras y al rasgar la niebla fue como si el sitial, la sala y el mismo aire hubieran estado proyectándose sobre una tela. Un haz de luz brotó desde el desgarro, inundando la sala.

—Quierrro que esstesss atenta —La garra de Teresa la envolvió por los hombros, las uñas largas como cuchillos rozándola sin dañarla—. Quierro que entiendasssss.

Sobre el estrado, a cada lado de la grieta, Rodrerich e Ilbreich hundieron las zarpas en la luz; girones de niebla se desprendieron de ellas mientras tiraban cada uno hacia un lado, ampliando el desgarro hasta formar una abertura grande como un portal. Al otro lado rielaban las luces del fulgor, densas y apretadas como en una nebulosa.

Tres cambiantes subieron al estrado, cada uno llevando un cadáver en brazos, y se introdujeron por la grieta que los dos hermanos sostenían abierta. A cada paso, la niebla se desprendía de su pelaje y del cuerpo que portaban. Depositaron los tres sobre el ¿suelo? Era difícil distinguirlo, parecía que caminaran entre un banco de luciérnagas.

—Ahorra —avisó de nuevo Teresa.

Mientras los tres cambiantes permanecían detrás, como una guardia de honor, los cuerpos comenzaron a deshacerse como si estuvieran hechos de ceniza luminosa. La ropa se desintegró, la piel, el cabello... para descubrir algo que no era ni remotamente humano. Placas de quitina verdosa, rostros sin nariz, un amasijo de palpos donde debería estar la boca. Luego esos cuerpos también colapsaron, se deshicieron en una miríada de chispas de luz que se mezclaron con el fulgor hasta desaparecer. Los tres cambiantes volvieron a cruzar la grieta y los Vargsón soltaron los bordes. Desapareció en segundos, como una herida ansiosa de cerrarse.

Julia parpadeó, alrededor las conversaciones se renaudaban, al principio bajas y rezumando tristeza, pronto alzándose; una broma aquí, un recuerdo allá. Como en cualquier funeral, la vida retomaba su curso después de rendir homenaje a la muerte.

Rey LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora