Desgarro

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—Diego, ¿qué estás haciendo?

Lo preguntó sin atreverse a alzar la voz, el pelo de los brazos se le había puesto de gallina. Contagiados de su miedo los cuatro niños se pegaron a ella. Uno de los cambiantes, más pequeño que el resto, se acercó y frotó el enorme hocico contra su cara

—¿Brisa? —creyó reconocer— Perdoname... no os distingo bien en esta forma.

—Tttranquilla. No esss recienttte.

—Varias semanas, puede que un par de meses —afirmó Diego saliendo del túnel. Tenía en la mano unas escamas perladas, como fragmentos de nácar—. Ojalá el príncipe Ilbreich estuviera aquí... sería útil saber si este zarcillo ya comunicaba con nuestra ruta o se acaba de unir.

—El Enjambre lo ha utilizado, ¿verdad?

—Si. Las reinas tejen la malla forzando los zarcillos para alcanzar los remansos. Un nido consume el fulgor a toda velocidad. Cuando agostan una zona, liberan el zarcillo y este busca de nuevo su propio camino. No es una señal buena, indica que hay un nido cerca. Pero el resto de la malla no está afectada, ni el fulgor parece consumido... así que tampoco está demasiado cerca.

Tomó en brazos dos de los pequeños.

—Vamos. Olaya querrá abandonar esta zona lo antes posible, así que habrá que acelerar el paso.

Avanzaron a buen ritmo durante horas sin demasiados tropiezos. En un par de ocasiones su senda se cruzó con otros zarcillos de apariencia normal pero la sensación de miedo no aflojó. Los Coria callaban o se transmitían mensajes en susurros. Julia tampoco era capaz de relajarse; el olor químico seguía demasiado persistente en el aire.

—Cuidado ahora —advirtió Diego—. Nos acercamos a un desgarro.

A un costado la membrana se había rajado: tenía apariencia de vela rota, moviéndose levemente según pasaban y detrás el fulgor rielaba como un puñado de estrellas. Algunos arañazos menores atravesaban el zarcillo en las cercanías, y el olor que Julia ya asociaba con el enjambre era sofocante. El suelo estaba manchado de icor negro.

—¿Un combate? —preguntó a Diego

—Eso parece, pero no hay otros rastros. O no han sido cambiantes, o estos eran muy superiores en número.

—¿Y los cuerpos?

—Eso es lo más preocupante. —Diego bajó la voz—. Las colmenas recuperan cuando pueden el cuerpo de las guerreras, si pueden alcanzarlos antes de que el fulgor almacenado se disipe.

Una bocanada de náusea interrumpió a Julia antes de que pudiera seguir preguntando. La peste química aumentaba en oleadas. Junto a ella, una mujer con el pelo entrecano alzó en el aire un bastón de madera pulida: los nudos oscuros se movían como si la superficie se hubiera vuelto de gelatina.

—¡Atacan! —gritó la mujer.

Varios cambiantes intentaron dirigirse a la retaguardia, mientras Diego agarraba a Julia del brazo para arrastrarla hacia el frente.

—¡No! —gritó ella. El olor venía de allí, denso como una pared. Alrededor, los Coria intentaban avanzar, huír del peligro que creían que les perseguía pero que Julia notaba delante.

«¿Es que solo lo huelo yo?»

De improviso sonaron en vanguardia gritos de pánico, un rugido y el chirrido de insecto, tan ruidoso en el túnel como una trompeta. La marcha ordenada se rompió, los que estaban en el frente intentaban ahora retroceder mientras los de atrás aún empujaban hacia delante. Diego y Julia se agarraron, intentando ser un parapeto, una roca donde la marea no arrastrase a los niños. Pero la oleada los engulló; Julia perdió por unos segundos el contacto con el suelo y estuvo a punto de irse de bruces.

Rey LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora