Monstruos del fulgor

846 91 14
                                    

Pocas horas después Julia estaba descendiendo junto a los cuatro cambiantes una desgastada escalera que se hundía aún más en las entrañas de Refugio de Hielo. Paseó el haz de la linterna por las paredes de piedra: el túnel no contaba con iluminación eléctrica. Grabados de aspecto tosco y amenazante cubrían las paredes. Creyó distinguir figuras humanoides erizadas de colmillos y garras, fauces entre el follaje, manadas de lobos corriendo entre montañas...

—Esta zona de Refugio no se redecora mucho —se disculpó Ilbreich, que había recuperado su rebullente humor —Las tallas cuentan la saga de Yngvildrvarg Zarpasblancas, la primera Reina Loba...

—En serio —gruñó Teresa—, ¿qué tiene vuestra familia en contra de las vocales?

—... tras conquistar el remanso en batalla contra la serpiente blanca —terminó Ilbreich, ofendido. Sobre la piedra circular que cerraba el paso, al fondo de la escalera, estaba tallada una serpiente tan gruesa como la cintura de Julia. Se enroscada sobre sí misma en complejos lazos minerales y la humedad hacía que brillase suavemente.

—¿Una serpiente? Con este frío sería incapaz de mover la pobre ni una escamita.

Teresa parecía de muy buen humor, siempre quería incordiar cuando estaba contenta.

—Ven aquí, Ilbreich —llamó el Rey Lobo—. Quizás lo que hay del otro lado consiga al fin impresionar a la heredera de Mesas de Piedra. Este acceso conduce a la malla.

Aquella debía ser otra de esas frases con significados añadidos para el pueblo lobo, porque tanto Teresa como Brisa se quitaron la ropa sin mediar palabra y cambiaron a una forma mayor. Se preparaban ante una posible pelea.

«¿Y yo? ¿Me preparo para correr?» pensó Julia resignada. En teoría el don prohibido era un arma poderosa, pero iba y venía sin que fuera capaz de controlarlo. Y las pocas veces que había podido invocarlo de forma deliberada, le había llevado tiempo y estaba tocando a su objetivo. No parecía muy práctico para un combate.

Los dos hermanos se pusieron cada uno a cada lado del umbral, con las manos dentro de los lazos que formaba el cuerpo de la serpiente. Julia notó una bocanada de olor a roca húmeda y el cuerpo de piedra se movió, reptando hacia los lados. Una luz plateada entró por los huecos como a través de una celosía.

—Vía libre, parece —anunció Ilbreich—. Se giró, guiñando un ojo a Julia—. Nunca sabes lo que te puedes encontrar en la malla. Por eso este acceso solo puede abrirse entre dos.

La piedra se separó como un enorme ojo abriéndose y Julia vio un un zarcillo muy ancho que se perdía a lo lejos tras una suave curva. Frente al dintel se alzaba lo que parecía un porche de piedra blanca, erizado de columnas puntiagudas y curvadas.

«¿Qué demonios es esto?»

—Por el fulgor profundo... —exclamó Teresa, sobrecogida—. Menudo par de ovarios los de tu antepasada, Chiquitín.

Lo que había tomado por un soportal no era una construcción: era un cráneo colosal, acoplado como un pórtico al óculo del zarcillo y mirando hacia el exterior. Julia tocó incrédula lo que había creído columnas. Eran sin duda huesos; colmillos enormes y afilados. Los dos más largos estaban huecos y medían casi cuatro metros. Colgaban desde el arco lejano de la mandíbula superior hasta un par de palmos del suelo.

—Con todos los respetos a Yngvildrvarg —rió Ilbreich—, dudo que pudiera matar a esta cosa ella sola. Las sagas dicen que tras vencer a la serpiente hizo construir con sus costillas una sala de cien columnas, donde celebrar banquetes con toda su gente... supongo que alguno ayudaría en la parte de la pelea.

Julia seguía palpando los colmillos de marfil. Se sentía mareada.

—Pero ¿De dónde? ¿Cómo?

—Criaturas del fulgor —explicó Teresa—. Antiguamente a veces se abrían paso hasta la malla e incluso atravesaban los óculos y llegaban al mundo. Les atraen los remansos, eran uno de los peligros que los cambiantes debían mantener a raya. —Acarició también los colmillos, con una expresión entre la maravilla y el anhelo—. He visto otros restos, pero ninguno tan bien conservado ni tan enorme como este. Las criaturas del fulgor profundo han desaparecido prácticamente de la malla exterior tras el avance del Enjambre: los nidos las dan caza.

—Los mitos más antiguos dicen que nuestro pueblo también vino del fulgor —afirmó Ilbreich con voz soñadora, mirando a Julia—. Criaturas sin forma que al llegar a este mundo se toparon con una manada de lobos...

—... la manada había adoptado como suyo a un bebé humano, que cazaba y aullaba con sus hermanos y desconocía ser otra cosa que lobo, pues su familia adoptiva no tenía palabras para explicárselo —continuó Rodrerich con su cadencia sonora de narrador.

Del fulgor venimos, y a él retornamos —recitó Teresa—. ¿"Los mitos más antiguos", Chiquitín? Serías el primer cambiante ateo que conozca.

—Más bien agnóstico. Las historias antiguas me fascinan. Y provenir de un malentendido me encanta como mito creacional.

Rodrerich lo aferró por el pescuezo y lo zarandeó en una caricia áspera.

—Pongámonos en marcha antes de que te estrangule, cachorro.

—Y que tu hermano mayor y rey sea también skald no anima a destaparse como ateo, claro. —Ilbreich se zafó del agarrón y cambió a su forma de lobo con un ladrido alegre.

Las dos cambiantes lo imitaron; Julia vio que las mochilas estaban preparadas para ajustarse como un arnés a la forma animal. Era como estar rodeada de una trailla de perros de trineo gigantes y a punto de salir corriendo.

—Yo te llevaré encima, ¿de acuerdo? —ofreció Rodrerich—. Con las correas de la mochila deberías ser capaz de sostenerte con comodidad.

Mientras ella trepaba al fuerte lomo, Ilberich y Brisa saltaban alrededor, juguetones e impacientes. Brisa lanzó un aullido corto y agudo, que fue coreado y repetido por los demás. O se imaginaba cosas, o estaba acostumbrándose al lenguaje lobo, porque a Julia le sonó distintivamente feliz. Contagiada, rompió a reír. Y cuando los cuatro arrancaron en un galope feroz a lo largo del zarcillo, echó la cabeza hacia atrás y aulló con ellos.

Rey LoboWhere stories live. Discover now