Zona de guerra

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Roderich cargó como el hacha de los dioses. Julia oyó una ráfaga de tiros, golpes, un grito cortado. A cuatro patas, parapetada tras el sofá, arriesgó una mirada. Su recibidor era zona cero: la puerta derribada, dos hombres caídos. El último sujetaba la pistola con ambas manos y disparaba, regular y firme como un metrónomo. Rodrerich avanzaba paso a paso, tambaleándose con cada impacto. Hasta que, de un golpe de garra, aplastó la cabeza del tirador contra la pared y el combate terminó.

Con el mismo instinto que la lanzó terraplén abajo, hacia los restos de su familia, Julia se puso en pie y corrió a la carnicería. Los tres hombres estaban muertos, dos con la cabeza destrozada y un tercero eviscerado desde la ingle hasta el cuello. Roderich se arrodilló despacio, con las manos enormes sobre el pecho herido. Tosía, se axfisiaba con la sangre que surgía a bocanadas desde el hocico y las fauces.

«Neumotórax abierto». Lo atendió sin pensar, porque era el único vivo. Arrancó un impermeable del perchero y lo plegó sobre las heridas intentando bloquear la entrada del aire. ¿Cuántos impactos tenía? Demasiados.

«No tengo apósitos, ni vendas, ni oxígeno. Ni manos suficientes». Sintió correr lágrimas de impotencia. Rodrerich tomó aire ¿Había conseguido detener el colapso pulmonar? El gigantesco pecho borboteó bajo sus manos como si la carne fuera gelatina hirviendo y expulsó trozos de metal retorcido. Se deslizaron entre los dedos de Julia y cayeron repiqueteando al suelo. Los chorros de sangre se transformaron en un goteo, luego pararon por completo. Roderich se incorporó escupiendo coágulos y flema.

—Ilbreichhh —articuló con una boca que no estaba formada para hablar. Señaló hacia la cocina—. Sstearinlysss. (1)

—Dios. —Julia retrocedió mientras él se alzaba. La carne se cerraba ante sus ojos, el pelaje crecía de nuevo—. Dios.

Los pies se le enredaron y cayó hacia atrás, entre los cadáveres. Se giró e intentó gatear hacia la puerta. Sentía las piernas y los brazos lentos como en las pesadillas. Una mano inmensa la tomó por la cintura y la alzó como a un gatito.

Nei.

La cargó con un solo brazo y se tambaleó hacia la cocina. El suelo y las paredes sangrantes pasaron frente a los ojos de Julia como en una película. «Qué dientes más largos tienes. ¿Eso del suelo era el leñador que venía a salvarme?»

Rodrerich la dejó en el suelo y sacó la caja con los regalos de Ilbreich. Arrojó contra la pared las bolitas cerámicas, que reventaron en remolinos de aire plateado. Danzaron unos segundos alrededor de la cocina y luego huyeron por las rendijas de la ventana. Él escupió sangre sobre una de las mechas y eso la prendió con un chasquido.

—Tenemos que escapar. Esos tres eran exploradores, pero ahora mandarán guerreras.

—Los has matado. A los tres. —Le sonó irreal y grotesco.

—Ellos o nosotros.

—¡Eran policías! ¿Qué has hecho? ¿Por qué te buscan?

Él sacudió la enorme cabeza.

—Perdóname. No tenemos tiempo.

Apagó la mecha, la guardó con el resto en el enorme puño y agarró de nuevo a Julia. Una vez en el patio se la cargó al hombro. Agazapado como un simio sobre dos patas y los nudillos de una mano, corrió hacia el bosque.

Al principio su avance fue vertiginoso, a largos saltos que dejaban a Julia sin respiración. Los primeros árboles lo obligaron a frenar y Julia sintió la carne y los huesos moviéndose como mercurio bajo el pelaje. Sin dejar de correr, Rodrerich mutó a una forma más pequeña, humanoide, de brazos demasiado largos. Julia le envidió el pelo, no tenía abrigo y el frío iba en aumento. Cuando empezó a temblar, él la bajó del hombro y la cobijó contra el pecho como a una criatura.

Rey LoboWhere stories live. Discover now