Capítulo 8 - Primera Parte

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 Hiroshi estaba bien, solo cansado y débil por tanta tensión, algunos rasguños en sus piernas por las ramas espinosas, y con hambre, pues aunque acostumbraba hacer ayunos rituales, dos días seguidos era mucho tiempo, sin contar el gran esfuerzo que de seguro había hecho.

Volvimos al camino que nos llevaría al valle y al llegar a la roca donde nos habíamos separado dos días atrás (en realidad, donde yo lo abandoné, pero ese término me dolía), le dije:

—Hiroshi, estás débil y el camino a casa es largo. ¿Puedes quedarte aquí solo por un rato mientras subo hasta la cueva del Maestro? Prometí darle noticias tuyas tan pronto pudiera.

—Takeo... no me dejarás solo aquí ¿verdad?

Esa pregunta, que en el fondo provenía de una duda, me partió el corazón. Era la primera vez que Hiroshi dudaba de mí.

—Hiroshi... mi pequeño Hiroshi... nunca, óyeme bien, nunca te voy a volver a abandonar.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—Entonces te esperaré aquí.

Subí hasta donde estaba el Maestro lo más rápido que pude. Él se había vuelto a sentar en meditación. Le di entonces la noticia que le alegró mucho, y le prometí, que si Hiroshi quería y tan pronto se recuperara, volveríamos para que nos terminara de contar la historia, pues yo no estaba ya tan seguro de la moraleja y de todas formas, faltaban por descubrir seis campanas más.

Cuando llegamos al pueblo, fuimos directamente para mi casa. Mi madre, entre la alegría de ver a Hiroshi y la preocupación por su debilidad, iba de un lado a otro como una abeja mareada. No paraba de hablar, de preguntar, de regañarme, de ordenar una cosa y luego otra distinta y contradictoria.

—Nada... llévalo y acuéstalo, Takeo, que yo voy a prepararle una buena comida, una infusión reparadora y que duerma como corresponde. Cuando despierte, lo bañarás con mucho cuidado porque está de tierra hasta las orejas.

—Madre, hace dos días que no come, ¿vas a prepararle una comida suculenta? Lo vas a matar.

—Nadie dijo «suculenta», Takeo, no inventes. Dije «buena», o sea, la adecuada. No vas a venir ahora a enseñarme a mí como criar un hijo, Takeo.

—Perdón, madre, es que te pones en un estado que no sé qué saldría de todo eso.

—¿Pero cómo quieres que me ponga? Casi lo perdemos, Takeo, ¡casi lo perdemos! —dijo sin que le bajaran los niveles de presión.

—Madre, cálmate que ya está aquí y está bien. Solo está cansado y débil, no está herido de muerte ni nada parecido. Así que tú, respira profundo y toma todo esto con más calma, por favor.

—Está bien, está bien... tienes razón. De todas maneras, haz lo que te dije que yo voy a cocinar.

Llevé a Hiroshi y lo acosté. Ya estaba tranquilo, aunque parecía que estaba desubicado. Miraba la habitación como si no la hubiera visto antes. Me pareció que quería dormir, así que lo cubrí con una manta y me dispuse a salir.

—Satori... —llamó.

—¿Qué? —pregunté asombrado, pues eso indicaba que podía estar delirando.

—Satori —volvió a llamar.

—Sí, Hiroshi, ¿qué quieres? —le pregunté siguiéndole la corriente pues no se me ocurrió qué otra cosa hacer.

—Tú... no me abandonarás... como Takeo, ¿verdad?

Eso me dejó de una pieza. No sabía qué decir. Pero pensé que le estaba pasando lo que les sucede a los borrachos y creí que si le seguía hablando, me iba a contar lo que de otra forma no haría.

Las Siete CampanasWhere stories live. Discover now