Capítulo 22 - Segunda Parte

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 Al alba, tal como lo planearon y en ayunas, los tres grupos salieron a sus respectivas tareas. Reunidas las piedras en el centro de la explanada, Satori y Kota dispusieron una base cuadrada de cinco piedras por lado, rellenando su interior con más piedras. Sobre ella otra capa igual y así hasta completar cinco capas, lo que permitía una altura que Satori había creído como apropiada. Con las piedras restantes, dieciséis para ser exactos, hizo una hilera como para contener lo que se pondría sobre la base sólida, a modo de una caja. Allí tomó las flores amarillas, azules y rojas que los chicos habían juntado pero que fueron suficientes para rodear ese borde por el lado interior. En el centro encendieron el fuego y pusieron, poco a poco, las piñas y las resinas aromáticas. Cuando el humo perfumado comenzó a ascender, Satori comenzó a orar en voz alta mientras que los otros chicos, de rodillas y sentados sobre sus talones, rodeaban en círculo el improvisado altar.

—¿Me llamaste, Padre? —preguntó el dios, hermano de Aosora y primogénito.

—Sí... escucha —dijo el dios del Cielo Estrellado y ambos guardaron silencio.

—¿El Mantra de la Compasión? ¿Pero quiénes lo están cantando?

—Seis jóvenes humanos del mundo de los cielos azules —contestó el Padre.

—¿Humanos? ¿Del mundo al que mandaste a mi hermano, el menor?

—Así es.

—¿Y ese aroma tan extraño?

—¡Ah! ¿Llegas a olerlo? Resina de pino aromático.

—¿Pino? Pero... ¿es que no conocen el incienso?

—No, hijo mío. No lo conocen aún.

Los seis chicos habían comenzado a cantar el mantra luego de que Satori les dijo que escucharan con atención y cuando pudieran lo imitaran y cantaran con él. Cantaban sin cesar mientras el pálido sol subía lentamente.

—Satori... mira —dijo de pronto Yoshio.

Los chicos se asustaron pero no dejaron de cantar. Su miedo fue desapareciendo al ver que de los siete lobos que se acercaban, seis de ellos traían entre sus dientes una flor blanca... una de las extrañas flores que habían aparecido en las lagunas y estanques y que habían maravillado a la gente. Los chicos, con algo de temor, siguieron cantando pero sin perder de vista a los animales, que se acercaron lentamente y pasaron entre ellos hasta llegar al pie de la pila de piedras y allí, pusieron las seis flores. Luego se apartaron siempre despacio y como con cierta solemnidad; formaron un círculo alrededor de los chicos y se echaron, con sus cabezas en alto de frente a la pila de piedras, su lomo recto y sus patas delanteras derechas; cada uno mostraba una perfecta simetría. Los chicos notaron que el lobo que no había traído flor tenía una mancha de pelaje blanco en la punta de su cola, que le daba un aspecto como una cola de zorro. Cada animal estaba echado detrás de cada uno de los chicos, salvo el de la cola con la mancha blanca, que no se echó sino que permaneció sentado, erguido y con aspecto majestuoso, a un lado aparte.

—Hijo mío —dijo el dios del Cielo Estrellado— ve al mundo de los cielos azules y trasmítele a tu hermano menor las palabras que te diré.

—Pero, Padre; dijiste que aunque mi hermano te pidiera ayuda, no se la ibas a dar; incluso nos prohibiste a nosotros, sus hermanos, el ayudarle.

—Y mantengo mi decisión, hijo. Tu hermano no me ha pedido ayuda alguna.

—¿Entonces?

—Estos seis jóvenes, hijo mío, ellos me están pidiendo ayuda, no para sí mismos sino para tu hermano.

—¿Ellos están pidiéndote la ayuda para él? Creo empezar a entender, Padre.

El dios del Cielo Estrellado sonrió complacido.

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