Capítulo 13 - Segunda Parte

68 13 16
                                    

 Mientras los tres subíamos la montaña, íbamos caminando hombro a hombro, pero cada vez que podía, yo me retrasaba un par de pasos para dejarlos solos adelante. En los pasajes difíciles, cuando había que trepar entre la rocas, Satou siempre se apresuraba a ayudar a Hiroshi.

—Satou —le dije en una de esas oportunidades—, deja que suba solo, como lo hacemos nosotros.

—Pero Takeo, para él es más difícil; además va cargando mucho peso.

—No digas tonterías, Satou. Todas las otras veces que subimos, siempre lo hizo solo. Aunque antes, como ahora, se complicaba un mundo para subir por estas rocas.

—¿Tú no lo ayudabas?

—Nunca, Satou —contestó Hiroshi antes de que yo pudiera decir nada—. A Takeo no le importaba que me quebrara un tobillo o rodara montaña abajo hasta caer por un precipicio con piedras afiladas que me desollaran de tal forma que al llegar al fondo, ni los lobos iban a querer comerme —dijo con un tono infantil que me pareció muy interesante.

—Es cierto, no me importaba —agregué para azuzar esa conversación que era prometedora—. Y a ti tampoco debe importarte, Satou.

—¿Cómo puedes decirme que no me importe, Takeo?

—Si le prestas tanta atención, luego no te lo podrás quitar de encima, Satou. Eso lo sé por experiencia propia... hace dieciséis años que lo sé.

—Pero a mí no me molesta ayudarlo, Takeo; además, eso es lo correcto.

—Allá tú. Luego no vengas a pedirme que te saque esa sanguijuela que tendrás pegada a tu piel chupando.

(Por cierto, ese comentario me pareció genial. Sin querer ni haberlo pensado de antemano, me salió algo con bastante contenido libidinoso. Sonreí para mis adentros felicitándome.)

—Takeo, no digas esas cosas de mí, por favor. Satou se hará una idea horrible.

—No me vengas con eso, Hiroshi. Si algo te hace feliz, es que te mimen —le dije.

—¿Y tú nunca lo mimas, Takeo? —me preguntó Satou.

—Si no lo ayudo a escalar ni a cargar el equipaje, Satou, ¿te parece que pueda mimarlo? Si tratándolo como lo trato no se aparta de mí, imagínate si lo mimara... habría que separarlo con cirugía, te lo aseguro.

—¡Takeo! —dijo Hiroshi con un tono de queja que ninguno creyó.

—Definitivamente, los dioses juegan con nosotros y tienen un pésimo sentido del humor —dijo Satou.

—¿Y eso? ¿A qué se debe? —preguntó Hiroshi.

—No le hagas caso —le dije—. A Satou le da por filosofar de vez en cuando.

—¿Filosofar?

—Sí, Hiroshi. Tiene que resolver un problema sobre conejos, zanahorias y perros que sólo él sabe a dónde lo llevará. Satou se cree conejo, ¿sabías eso, Hiroshi?

—Satou, ¿es cierto? ¿Crees que eres un conejo?

Satou soltó una risa franca como sólo él tenía.

—No, Hiroshi. No me creo un conejo... aunque no puedo negarte que me gustan las zanahorias.

—¿Te gustan? A mí también, Satou. Por cierto, traje unas cuantas porque eso era lo único que yo tenía... hasta que el señor Shima me dio las calabazas, claro...¡Ah! Y un poco de arroz, que también traje.

—¡Ay, Hiroshi, Hiroshi! —dije también riendo.

—¿Y ahora? ¿Por qué ríen los dos? ¿De qué me estoy perdiendo? —preguntó Hiroshi. Evidentemente estaba sintiendo lo mismo que yo cuando el Maestro y él parecían hablar sobre algo de mí que yo no conocía.

Las Siete CampanasWhere stories live. Discover now