Capítulo 12 - Segunda Parte

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 Luego de dejar al ermitaño, comencé a bajar la montaña lo más rápido que podía, aunque ya estaba resintiendo mis piernas, pues hacía muy poco que la acababa de subir completa, sin contar la idas y venidas de Hiroshi al anciano y viceversa.

Bajaba pensando en lo que me acababa de decir el Maestro, pero en lugar de hacerlo sobre si la ceguera era algo que se tenía o más bien era una carencia, pensaba en que se había dado cuenta de que le había mentido y que Hiroshi no me estaba esperando y que bajaría solo, pues me dijo que pensara aprovechando el tiempo en que iba a estar en silencio.

Hiroshi me dijo que me alejara, pero no podía impedirme bajar la montaña e irme para mi casa, lo cual suponía yo, él debía imaginar que haría. A pesar del dolor de mis piernas, que a veces sentía como acalambrar, avancé lo suficiente como para ver a Hiroshi a lo lejos; en ese momento, bajé mi velocidad para seguir a la de él y mantener la distancia. No me importaba que si se volvía a mirar, supiera que yo venía detrás. Imaginaba que en cierto momento daba un paso en falso y se torcía un tobillo o algo así que me permitiera ir en su auxilio y él no pudiera negarse... pero nada pasaba. Bajaba con cuidado y lentamente. Imaginé también que se equivocaba de dirección y así yo corría a advertirle que se había apartado del camino... pero tampoco. A veces se detenía como dudando, observaba el entorno y continuaba en la dirección correcta. Pensé que aquel episodio cuando lo abandoné, quizás fue una manipulación suya para hacerme sentir mal, pues ahora venía siguiendo el sendero sin equivocarse. Pero descarté ese pensamiento, por cuanto aquella vez era de noche y no parecía que pudiera generar esa manipulación pues ni siquiera sabía que yo estaba allí cerca. Me reproché que, aún en las circunstancias en que nos acabábamos de separar, pudiera todavía yo atribuirle tales mañas perversas.

Cuando llegamos al valle, el sendero que seguía ya era bien conocido por él, y así, se encaminó para su casa ahora con toda seguridad. Ya había dicho que su choza quedaba como a un tiro de piedra de la mía, así que no podía extrañarle que yo siguiera tras él en la misma dirección. Sin embargo, en ningún momento se detuvo a mirar hacia atrás, por lo menos, que yo me diera cuenta. Cuando llegó a su casa, simplemente entró y cerró la puerta tras de sí. Yo me quedé un rato al frente de la mía esperando cualquier cosa, que volviera a salir, que volviera a abrir la puerta y la dejara abierta como acostumbraba... no sé... algo. Pero entró, se encerró y no supe más de él.

Cuando mi madre descubrió que yo estaba de vuelta en casa y seguía como un poste al frente y sin entrar, me dijo:

—¡Takeo! No me digas que el anciano había salido de compras y no les dejó ni una nota de disculpa.

—No estoy para bromas, madre —le contesté de muy mal humor.

—Entonces, no te preguntaré nada, porque presiento que la respuesta me pondrá de un humor mucho peor que el tuyo.

—Haces bien en no preguntar, madre.

Me miró haciendo una mueca ladeando su boca, se secó en su delantal las manos que traía mojadas y volvió a entrar a la casa.

Yo tiré al suelo mi equipaje y me senté al lado, siempre al frente de la casa y mirando a la choza de Hiroshi.

Realmente no sabía cómo habíamos llegado a ese punto y menos sabía qué iba a pasar en los próximos días. Sentía el pecho oprimido y la horrible sensación de lo irreversible.

Habíamos llegado bien pasado el mediodía así que antes de que siquiera tener conciencia del tiempo, se estaba poniendo el sol. Mi madre se asomó varias veces y solo vio que yo seguía en el mismo sitio. Cayó la noche y al ver que no había ningún cambio conmigo, mi madre me dijo:

—Takeo... ¿te traigo algo de comer aquí?

—Gracias, madre, pero no tengo apetito.

—¿Te traigo unas mantas? Va a hacer mucho frío durante la madrugada.

Las Siete CampanasWhere stories live. Discover now