Capítulo 32 - Primera Parte

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 Ante esa escena de destrucción, ambos nos asustamos y mucho.

—¡Demonios, Taiki! El mocoso está enterrado bajo los escombros y la nieve. Ayúdame a escarbar, por favor.

En eso escuchamos la voz del chico:

—Takeo... aquí estoy... Pude salir de la cocina, pero tengo una pierna lastimada, estoy en la sala...

Pero cuando estaba diciendo eso, el techo de la sala también colapsó y de una manera espantosa, pues con él también iba todo el peso de las vigas y las tejas.

—¡Hiroshi! —grité, pero ya no tuve más respuesta—. Taiki, ve donde Satou y dile lo que ha pasado, que venga rápido a ayudar, por favor.

Taiki salió como un relámpago y casi al momento volvían los dos con Satou trayendo un par de palas.

—Debemos tener cuidado, Takeo —me dijo—, no sea que lo lastimemos al palear.

—Pero debe ser rápido, Satou, ese niño se asfixia...

—Lo sé, lo sé.

Satou y Taiki se encargaron de palear la nieve mientras que yo, como podía iba moviendo las tejas y las maderas. En ese momento, el tiempo comenzó a correr tan lentamente que me desesperaba. Cada movimiento de las palas parecía durar una eternidad. Para peor, la nieve no cesaba de caer.

No podía evitar pensar que esto era culpa mía; no por dejarlo venir, sino por desear tanto que desapareciera de mi vida. Supuse que los dioses me habían oído y aunque nunca contestaban ninguna de mis plegarias, me hubieran contestado ésta... «Los dioses tienen un cruel sentido del humor», había dicho Satou una vez... y si el mocoso moría, difícilmente podría perdonármelo.

Al momento llegó Takashi con dos hombres más que pasaban por ahí y los reclutó al instante. Entre todos, sacando nieve y removiendo maderas y tejas, pudimos llegar hasta Hiroshi. Estaba atontado y golpeado pero respiraba. Por fortuna había quedado bajo unas tablas que permitieron un espacio con aire suficiente hasta que abrimos camino para el aire fresco. Entre Taiki y Satou, que eran los más fuertes, removieron las vigas y lo sacaron. Aparentemente, no tenía ningún hueso roto y su pierna lastimada era sólo un gran raspón producto del roce de una madera al caer. De todo lo posible, le salió bien barato al mocoso. Los Shoten Zenjin lo protegieron de lo que hubiera sido una muerte segura si no llegamos a tiempo.

Lo llevaron para mi casa y lo acostaron en mi cama. Mi madre se apresuró a calentar agua con quién sabe qué hierbas de esas que siempre tiene a mano y le lavó la herida, guardando un poco para hacer una infusión con otras hierbas. Mi madre todo lo arreglaba con infusiones y por lo visto, sabía lo que hacía, porque siempre funcionaban.

Si bien todos se preocuparon enormemente, el estado de Hiroshi, al no ser tan terrible como aparentó en un principio, les volvió a dar algo de tranquilidad. Mi madre y Takashi se quedaron con él en mi cuarto, y los demás nos fuimos para la sala.

—Hiroshi está bien, Maestro. Sólo un poco desubicado y con algunos golpes, pero nada de qué preocuparse —le dijo Taiki.

—Me alegro —dijo el anciano.

—Fue terrible —agregó Satou—. Si no llegamos a tiempo, el chico se nos muere.

—Pero no murió, Satou —dijo el Maestro.

—Sí. Es cierto. Pero por eso no deja de ser terrible —replicó Satou.

—El mal, Satou, no es más que un disfraz del bien. ¡Recuérdalo!

—Lo recuerdo, Maestro; pero es muy difícil ver el bien detrás de esa máscara, sobre todo en un caso como éste.

—Es difícil, lo sé. Muchas veces la fe en ese principio se adquiere luego de muchas experiencias que te lo confirman. Creer solo en las palabras, Satou, nunca es suficiente. La fe viene del convencimiento vivido en carne propia, no de declaraciones ni prédicas, ni de lecturas de textos sagrados.

Las Siete CampanasWhere stories live. Discover now