Capítulo 19. La Crucifixión.

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"Maldito sea el día en que te brindé la confianza que nunca antes le di a alguien."

 Los verdugos diseñaron una enorme cruz romana de madera, sonrientes y optimistas seleccionaban cada tipo de látigo para flagelarme a su gusto.

– ¡Un momento! –Interrumpió Orión–, quítenle la ropa al muchacho. Quítenle todo eso que lleva puesto, no le hará falta estar como una celebridad en el infierno.

Orión dio la orden de que me desnudasen, los hombres quitaron primero mi túnica y la arrojaron al suelo. Alfred corrió y se puso la túnica en su cuerpo sudado y maloliente, las lentejuelas de la tela dejaron de brillar cuando él puso sus manos en ella.

– ¡¿Qué tal me veo?! –Preguntó Alfred, sonriendo–, ¡Mírenme! ¡Mírenme! ¡Soy una bruja!

Alfred danzó en círculos con mi túnica haciendo burlas y mofas, Orión y los inquisidores se empezaron a reír cuando Alfred actuaba como idiota.

– ¡Jajaja! ¡Basta! ¡Mojaré mi ropa! –Jadeó Arrhenius–.

Los verdugos cogieron los látigos y se detuvieron a observar lo que Alfred hacía. Santiago solo pensaba en los cadáveres que estorbaban el paso, por lo que se veía estaba hambriento y anémico.

– ¿Tienes hambre? –Le preguntó Orión a Santiago–, puedes llevarte esos cuerpos antes que comience a oler mal.

Los ojos de Santiago brillaron cuando Orión le ofreció comerse los cadáveres, Santiago prefería alimentarse de los cuerpos en estado de descomposición, pero, para él era una idea esplendida.

– ¿Hablará en serio? –Pensó Santiago–.

– ¡No lo pienses más! –Dijo Leonardo el profeta–.

– Apenas está calientita, es mejor que te lleves todo eso para que te alimentes. –Concordó Mathew–.

Santiago sonrió como un niño y comenzó a limpiar la plataforma, cargó el cuerpo de Sídney y se lo llevó para luego regresar por el resto.

– Qué lindo abrigo de piel, –dijo Anaximandro al ver mi abrigo–, ¡Pásenmelo!

Alfred rompió mi abrigo con sus manos y se lo pasó a Anaximandro.

– Parece muy costoso, me lo quedaré, –dijo Anaximandro–, me pregunto, ¿A quién le habrá robado esto?

Todos estaban sorprendidos de las prendas que llevaba conmigo. Robaban mi indumentaria descaradamente, por un momento sospecharon de algún ropo; todo lo que llevaba puesto era gracias a la caridad de Grigori.

– ¡Es mío! ¡Él me lo robó! ¡Eso me pertenece! –Calumnió Cesar–.

Cesar les hizo creer que yo había robado el abrigo cuando estaba en su hogar. Sin embargo, Anaximandro no quiso darle mi abrigo a Cesar.

– ¡NO IMPORTA! Lo siento, pero ya es mío, –dijo Anaximandro–. Dile a tu madre que te compré otro.

– ¡Apresúrense! –Gritó Orión–, quítenle ese pantalón y el calzado. No les dejen nada puesto, quiero verlo como una miserable escoria.

¡Mi joya! Fue en lo primero que pensé, en mi pantalón tenía resguardada la piedra que Balam me había obsequiado. Alfred intentó desabotonar mi pantalón, al notar que me veía preocupado e inquieto comenzó a flagelarme en el dorso.

Quise resistir ante el dolor, pero el látigo rompió la primera capa de mi piel hasta sangrar. Adolf intervino cuando observó mi comportamiento, creyó que estaba un tanto violento y no se abstuvo en golpearme en la cara.

𝐏𝐋𝐄́𝐘𝐀𝐃𝐄𝐒 𝟭 (𝕯𝖊𝖑𝖚𝖝𝖊 𝖊𝖉𝖎𝖙𝖎𝖔𝖓)Where stories live. Discover now