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El mar podía tomar tonos muy diferentes según el estado del cielo. Podía ser azul, turquesa, como en los mejores días de verano; podía ser azul oscuro, azul marino, como el que tomaba el agua cuando nos adentrábamos unos kilómetros mar adentro; podía ser plateado, como cuando caía el sol; o podía ser gris oscuro casi negro, como cuando se reflejaban los nubarrones que anunciaban tormenta eléctrica. Así, de este último color, estaba la bahía de Gloucester a aquellas horas de la mañana.

Un cuerpo aparecía flotando cerca del muelle, mientras que dos operarios intentaban sacarlo con cuidado del agua. Reign miraba la escena desde atrás, con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido, que denotaba su preocupación por la escena.

—¿Quién es? —Preguntó ella, acercándose al borde del muelle de madera. Las tablas crujían con cada paso que sus botas daban, notándose débiles y casi podridas.

—Sam Hethrow. Pescador de la zona —respondió uno de los operarios.

Reign se puso de cuclillas al lado del cuerpo y lo examinó con detenimiento. Ningún signo de heridas, ni siquiera por la caída al agua. Quizás habría caído desde su barco por el temporal, pero su barco estaba amarrado en el muelle.

—Lleváoslo a comisaría y que le hagan la autopsia.

Gloucester era un pueblo muy tranquilo. A veces, extremadamente tranquilo. Lo único que en ocasiones entorpecía la vida en el pueblo era el tráfico a la entrada y a la salida los fines de semana y quizás los viernes por la noche, cuando todo el mundo llegaba desde Boston. Era cuna de pescadores, de hecho, uno de los principales monumentos del pueblo era la estatua de un pescador en memoria de los caídos en el mar. Gloucester también era el origen de mitos sobre sirenas, tritones y criaturas marinas, y aunque todo era mentira, el pueblo aprovechó esa temática para hacer del pequeño pueblo una atracción para el público.

Pero el público ya no venía. A la gente las historias de sirenas ya no les gustaba, y ahora Gloucester simplemente era un pueblo de pescadores, de pequeñas casas, pequeñas tiendas y vida tranquila.

Reign se sentó en la mesa de su despacho y, con el mismo hastío con el que volvió del muelle, se sentó en su silla. Tomó la taza de café por el asa y se la llevó hasta los labios, dándole un gran sorbo, con el que esperaba tomar fuerzas para afrontar el día. Últimamente nunca tenía fuerzas, y ese "últimamente", en realidad es un "desde hace cuatro años".

Un hombre apareció por la puerta para interrumpir aquel momento de introspección de Reign.

—Señora, ya tiene los resultados de la autopsia.

Ella levantó la cabeza de su taza de café y, con la mirada, señaló la esquina de su mesa.

Cuando el agente cerró la puerta, Reign tomó el dossier con sus manos y abrió la pequeña carpeta color mostaza, bajando la vista por el texto que mostraba el resultado.

—Un infarto —musitó Reign para sí misma, dejando el dossier en la mesa de nuevo. Tomó un sorbo de café, como si se quitase un peso de encima.

*

Mudarse de Nueva York a un pueblo perdido de Massachusetts no era nada fácil. Rachel tenía su trabajo soñado en su ciudad preferida, y ahora debía mudarse a un rincón de Nueva Inglaterra, pero lo que más le dolía no era mudarse, sino la razón por la que debía hacerlo; su madre.

La madre de Rachel había sido diagnosticada con alzhéimer hacía unos años, y al principio todo iba bien. A veces se le olvidaba dónde había puesto el mando de la tele, o si ese día había llamado a su hija, por lo que en ocasiones la llamaba dos veces. Con el trascurso de los meses, su madre fue empeorando, ya se olvidaba de si había comido o no, de sacar la basura, de ducharse, de cenar o de levantarse para ir a comprar.

heridas abiertasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora