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Reign observaba cómo su hija comía frente a ella en la mesa. Estaban en Auntie Louise's, el restaurante de comida casera del pueblo donde solían comer todos los días. No sabía cocinar, así que todos los meses pagaba cien dólares a Louise para comer allí todos los días del mes.

Era un local de madera, con redes de pesca en la pared, bombillas pequeñas de color blanco y un olor a comida casera que inundaba todo el restaurante. A Chloe parecía gustarle lo que comía, hoy tenía espaguetis con gambas, y no parecía tener problema en comérselo. Mientras, Reign miraba en la televisión las noticias locales, aún sin tocar su filete de ternera con patatas. Sam Hethrow aparecía como noticia principal porque, aunque fuese un infarto, encontrar un cadáver flotando en la bahía de tu pueblo nunca era buen presagio.

—Mamá... Come —señaló la pequeña con el dedo y una voz dulce y divertida.

Reign bajó la mirada hasta su plato, que se quedaba frío, y haciendo caso de su hija tomó los cubiertos y cortó un trozo de filete, llevándoselo a la boca.

Años atrás, Reign habría engullido aquel plato en segundos, pero ahora ya no. Parecía haber perdido las ganas, no sólo de comer, sino de vivir su vida, disfrutar una simple comida, un café caliente o un partido de sus queridos Celtics.

Qué lejana quedaba aquella vida de hace cuatro años, cuando lo único de lo que debía preocuparse era de hacer las cosas bien en La Marina para no pensar en lo que dejaba en tierra, aunque la triste realidad es que no dejaba a nadie.

El 5 de mayo de 2011, el padre de Reign moría sin avisar de un infarto repentino. Su madre lo encontró en el suelo de la cocina con su taza de café en la mano. Reign vivía en Boston, y cuando escuchó el teléfono sonar se alegró al creer que la llamarían del trabajo del que esperaba una respuesta, pero no. Responder la llamada supuso el primer punto de inflexión en su vida. Fue como si le arrancasen parte de esas ganas de vivir, aunque fingió estar bien, e incluso se mudó a Gloucester para levantar a su madre que estaba hundida.

Pero fingir estar bien no era suficiente para su madre. En agosto de 2011, al llegar a casa después de trabajar, encontró a su madre tirada en el suelo de la cocina, con un traumatismo en la cabeza y rodeada de un charco de su propia sangre. Reign intentaba que volviese con ella, lloraba, le gritaba, pero su madre se había ido. Su cuerpo estaba frío, helado, pero ella se negaba a aceptar que había perdido también a su madre con tan solo 50 años.

En el cementerio todos la abrazaban, pero después de aquella media hora de entierro, nadie se quedaría con ella. Tendría que volver a casa y guardar la ropa de su madre, oler su perfume y ver sus fotos junto a las de su padre.

Los meses pasaron, pero el dolor no. En marzo de 2012 conoció a Julia McAdams, una abogada recién salida de Yale solo tenía dos años menos que Reign. Comenzaron a salir, y por un momento Reign creyó que su vida podría estar mejorando. Vivían juntas, cenaban en restaurantes caros, iban a exposiciones de arte en el Soho de Boston y compraban botellas de vino caras para bebérselas mientras veían algún episodio de Gossip Girl, a pesar de que Reign odiaba esa serie.

En una noche de locura en Boston, Reign y Julia se casaron, ninguna de las dos se arrepintió de ello, y Reign dejó el ejército, en el que llevaba alistada desde que tenía dieciocho años, y encontró trabajo como contable. En agosto de 2012, justo un año después de la muerte de su madre, Reign fue despedida de su trabajo. Pasaron dos meses y no encontraba nada. Se sentía una mantenida, y Julia no podía seguir pagando ella sola el piso en el que vivían, así que decidió tomar la decisión más arriesgada; volver a la Marina.

Al principio las cosas iban bien, se llamaban todos los días, a veces incluso hacían Skype, pero eso fue solo al principio. Había días en los que Julia no le contestaba a su llamada, y ya no podrían hablar hasta el día siguiente porque Reign no tenía mucho tiempo en aquel barco. Dormía en un cubículo con seis personas, en una litera con el colchón tan fino que podía notar los muelles en su espalda, y en un baño sin puerta, donde el que hacía sus necesidades era visto por todos.

heridas abiertasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora