21.

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La imagen del director Gomez sentado delante de ella, de manos cruzadas y la mirada fija en su periódico le producía incertidumbre. Las veces que el director quería hablar con ella, simplemente se acercaba a su despacho.

Esta vez parecía serio, con pocas ganas de hablar, levantando la mirada con pereza y quitándose las gafas desganado. Señaló la silla para indicarle que tomase asiento, y cuando la profesora se sentó delante de él, carraspeó y la miró a los ojos.

—Ha habido quejas sobre usted, señorita Scott.

La profesora se quedó postrada en el asiento. ¿Quejas? ¿Quejas sobre ella? Jamás se habían quejado sobre su manera de dar clase o tratar a sus alumnos. Los profesores le pedían consejos a ella para hacer las clases amenas y divertidas a la vez que didácticas.

—¿Quejas? ¿Qué tipo de quejas?

—Sobre su relación con la sheriff Andersson y su hija. Me han comentado que, en horario extraescolar, usted se ve de manera asidua con ellas en un entorno... Íntimo.

Rachel se retorció en la silla, intentando controlarse a sí misma.

—Lo que yo haga en horario extraescolar no le concierne a usted ni a nadie de ese colegio, director.

—El problema es, señorita Scott, que la cercanía con Chloe Andersson podría provocar en usted la falta de objetividad a la hora de tratar a los alumnos y, sobre todo de valorarlos. Además, las relaciones entre profesores y alumnos está totalmente prohibida.

La mandíbula de Rachel se retorcía. Apretó las manos en los reposabrazos de la silla y se irguió.

—No tengo ninguna relación con la sheriff Andersson.

—Incluso si no tiene ninguna relación, debe dejar de ver a la niña en un horario que no sea estrictamente en clase.

La profesora miró desde su mesa cómo la pequeña Andersson pintaba de color rosa un elefante que ella misma había dibujado. El director tenía razón en lo que decía, y es que crear vínculos con Chloe era algo injusto para los demás alumnos. Pero no era eso lo que le molestaba, lo que realmente le molestaban eran las quejas. Quejas de una madre en concreto; la señora Rogers, madre de Bryan. Estaba tan empecinada en opacar los errores y el mal comportamiento de su hijo, que le daba igual atentar contra la vida personal de un docente.

Estaba un tanto ausente esa mañana, no fue tan activa como solía serlo normalmente. Puso a los niños a dibujar lo que quisiesen por el día de Acción de Gracias, que se acercaría en poco, y ella se dedicó a corregir cuadernillos de ortografía, intentando aislarse, pero era imposible.

¿Ahora debería dejar de hablarle a Reign? No, por supuesto que no, entre ellas no había nada, excepto aquellas miradas que se prolongaban en el silencio como si de una conversación de horas se tratase, las ganas insoportables de agarrarla de la mano cada vez que Reign las estiraba en la mesa de su despacho o el desesperado intento por oler la colonia en el cuello de la chaqueta de su uniforme.

¿Se sentiría así alguien alguna vez por ella? ¿Sería ella el motivo por el que alguien mirase al techo antes de dormir y se imaginase cómo sería la vida con ella? ¿Alguien la retendría en un abrazo sólo para poder oler su cuello un poco más?

Dio gracias a que ese día los niños tenían deporte a última hora, por lo que ella podía salir una hora antes. Bajo la lluvia, paraguas en mano, se dirigió hacia su casa pasando por las cornisas de aquellas casas de madera bajas que adornaban el pueblo. Los únicos que bajo aquella tormenta pasaban por allí eran los pescadores que, curtidos ya en la lluvia y el agua, parecían caminar sin problema bajo la tormenta que se avecinaba.

heridas abiertasWhere stories live. Discover now