3.

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—Hola, buenas tardes, soy Reign Andersson, la madre de Chloe Andersson. Llamaba para decirle que no podré recogerla hoy a la hora estimada, tengo demasiado trabajo.

—No se preocupe, señora Andersson, ¿quiere que venga alguien por usted a recogerla? —Reign permaneció en silencio ante las palabras de la secretaria.

—¿La profesora de mi hija tiene clase después?

—No, ¿quiere que se quede con ella?

—Sí, por favor.

—Está bien, se lo comunicaré. Que pase buen día.

Reign dejó su móvil en la guantera del coche patrulla, y desde la lejanía, miró los pequeños barcos pesqueros atracados en el muelle. Los pescadores apilaban las cajas de pescado en el muelle, retiraban las redes y amarraban sus barcos. El sonido de las campanillas de los blancos, que se mecían al ritmo de las débiles olas, las gaviotas que volaban bajo y se posaban sobre los cobertizos, buscando algo que llevarse a la boca. Si cerraba los ojos un momento, podía escuchar el sonido de sus manos ajadas y rudas rozando las cuerdas que se deslizaban entre sus dedos.

Salió del coche con los pulgares enganchados en el cinturón del pantalón de su uniforme, y con paso firme, caminando sobre el asfalto mojado y los finos charcos de agua, caminó por el muelle hasta plantarse delante de uno de los barcos. El señor Flanagan, amigo de Sam Hethrow, sacaba cajas de langosta y las apilaba a un lado dentro de su barco.

—Buenas tardes, Sheriff. ¿Qué la trae por aquí? —Se sacudió las manos tras soltar la última caja.

—Venía a preguntar por Sam Hethrow. ¿Lo vio el día que murió? —Flanagan se irguió al escuchar la pregunta de Reign y bajó del barco.

—¿Es que soy sospechoso? Me dijeron que murió de un infarto. —Se quitó el gorro de lana de la cabeza, dejando ver el poco pelo que le quedaba.

—No, simplemente me paso a preguntar. Sam me vendía pescado a veces y quería saber exactamente cómo pasó —mintió—. ¿Usted le vio?

—Sí, estuvo justo conmigo antes de salir. Me dijo que iría a un sitio diferente, una mujer le dijo que había descubierto un caladero cerca de la costa y quería probarlo. Salimos a la vez con los barcos, él detrás de mí, y ya no lo volví a ver. —Flanagan se rascó la cabeza con el gorro en la mano.

—¿Sabes qué tipo se lo dijo? —El señor negó, y aunque Reign quería mantener el rostro sereno, se le torció un poco—. ¿Lo vio salir?

—No, no lo vi salir.

La teoría no concordaba con lo que Flanagan le contaba. Si había muerto lejos del muelle, era imposible que en el mismo día haya llegado a la costa de Gloucester debido a la marejada de ese día. Lo que sí era real, es que Sam Hethrow murió de un infarto.

La agente dejó que el señor Flanagan siguiese con su trabajo en el barco, y se acercó hasta el sitio donde estaba amarrado el barco de Sam.

Con los brazos en los bolsillos, Reign escudriñaba con la mirada cada parte de aquel barco. Cada tabla de madera que lo formaba, cada desconchón de pintura de la cubierta, cómo estaban dispuestos las redes, las cañas, cubos y cajas.

—¿Busca algo, Sheriff? —Ella se giró al escuchar aquella voz que se le hacía extraña. Era la mujer de Sam Hethrow, Myrtle.

—Solo pasaba a presentar mis condolencias, señora Hethrow. Siento mucho su pérdida. —Reign extendió la mano hacia la señora, estrechándola con firmeza. Myrtle se sintió reconfortada, ya que de entre sus ojos cansados y tristes surgió una débil sonrisa.

heridas abiertasWhere stories live. Discover now