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Esa nueva semana, Lali vino a clases solo el lunes. Compartimos la materia, conversó un poco más que la semana anterior, pidió perdón tres veces por no haber asistido a casa de Gimena, acompañó a Victorio a sacar fotocopias y después me pidió de almorzar juntos en el parque como veníamos haciendo cotidianamente. No volvió a sacar el tema sobre lo que pasó el sábado a la noche. Después de comer los panchos, la llevé a mi casa y durmió en mi habitación. No quería molestar a Eugenia que ya estaba dormida y dijo que tampoco le afectaría dormir en un sillón, pero le ofrecí mi cama y yo busqué un colchón para dormir en el piso. Al otro día no quiso desayunar porque le daba vergüenza y decidió irse temprano antes de que alguno de mis padres la encuentre. Desde esa vez hasta ese instante en que estábamos comiendo bajo la sombra del árbol, no habló de lo ocurrido. Tal vez estaba molesta, tal vez se sentía avergonzada o sin fortaleza, pero sin decírmelo decidió continuar respetando nuestro ritual porque, tal vez, solo tal vez, halló en mí dónde depositar la confianza. Pero desde ese lunes hasta el siguiente, no volví a saber más nada de ella. No respondió los mensajes, no la encontré sentada en la escalera leyendo un libro o esperándome en la biblioteca. No supe lo que estaba ocurriendo hasta que esa próxima semana volvió a sonar el celular, aunque estaba en medio de una clase y tuve que salir del aula. Primero me pidió perdón por interrumpirme porque sabía que estaba en horario de clase, y después me contó que necesitaba que la ayude a recuperar las actividades perdidas de las materias porque tuvo que irse de su casa. ¿A dónde? consulté. Y fue muy clara cuando explicó que no había sido una mudanza convencional, sino que tuvo que huir con su madre a un hotel.

Esperé al miércoles salir de la facultad y conseguir todos los apuntes, con ayuda de Gimena. Ambas cursaban casi las mismas materias, pero decidí no especificarle nada de lo ocurrido porque Lali tampoco me había dado el permiso. Tomé un colectivo que me dejó a pocas cuadras del centro de Once y caminé por sus calles angostas hasta hallar el hotel que ella me definió con dirección y nombre en un mensaje de texto. Era una puerta de madera muy gastada, casi antigua, como que desde que la colocaron nunca más la cambiaron. Toqué timbre y nadie me respondió, golpeé la puerta y se abrió sola. Para que noten el mal estado. Primero crucé un pasillo angosto, de baldosas marrones con líneas amarillas, y llegué a la recepción. Había una mujer grande, de alrededor de sesenta y tantos años, sentada del otro lado del mostrador, con mucho pelo blanco enrulado y terminando de fumar un cigarrillo. También recuerdo que tenía el tatuaje de una araña en el hombro. Preguntó mi nombre y qué número de habitación quería. Por un momento pensé que me había equivocado y había entrado a un prostíbulo. Le aclaré que venía a visitar al huésped de la habitación treinta y ocho. Me indicó que quedaba en el quinto piso pero que no use el ascensor porque está en reparación. Agradecí y subí. Cuando llegué al piso estaba muy agitado, y no precisamente porque no esté entrenado, sino porque había mucha humedad y las paredes parecían desarmarse de a poco. La habitación treinta y ocho quedaba al final del pasillo, del lado izquierdo. Toqué la puerta dos veces y en menos de un minuto se abrió. Lali me recibió del otro lado.

–Ay, hola –se mordió el labio, afligida, y se animó a darme un abrazo corto– perdoname por hacerte venir acá.

–No te preocupes.

–Es horrible, ¿viste? –consultó bajando la voz y me reí un poco.

Cuando entré a ese cuarto solo vi una cama grande de dos plazas cubierta por un cubrecama color verde musgo, las paredes empapeladas con dibujos de flores de los años ochenta, un televisor cuadrado y con antenas que estaba sobre un mueble que tenía rueditas y una mesa de luz porque la otra quizás se la robaron. Había una puerta que debía ser el baño, un cuadro colgado con el dibujo de dos nenas que hoy ya estarían muertas, y una ventana que daba al pulmón del edificio y que estaba decorada con cortinas violetas que no combinaban con nada de todo lo demás. Sí, era horrible.

ASIGNATURA PENDIENTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora