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−Permiso... −Candela golpea la puerta de mi oficina con una mano mientras que con la otra equilibra una bandeja de madera chica en el que le pedí que me prepare un café con leche– te agregué un par de scones de limón que preparó mi mamá.

−Ponela ahí –le indico al empujar una caja con viejos expedientes y sin apartar la vista de la computadora porque estoy conversando vía chat con un colega al mismo tiempo que termino de escribir– gracias... −susurro, y ajusto la vista porque las letras se me dispersan al estar tanto tiempo con la vista fija en la pantalla. Me lleva un par de segundos darme cuenta que Candela no se mueve y, al levantar la cabeza, la encuentro parada, mirándome fijamente y jugando con los cordones de su buzo blanco– ¿Qué pasa?

−No, nada... −y busca mirar hacia otro lado.

−Bueno, entonces ya podés volv-

−¿Es verdad eso que me dijiste ayer de que ese profesor es tu ex pareja? –interrumpe y corre uno de los silloncitos para sentarse y enfrentarme– no es que te esté juzgando, pero por un momento pensé que era un chiste.

−¿Por qué hubiera sido un chiste?

−No sé, nunca te imaginé relacionándote con abogados corruptos.

−No es corrupto –y lo defiendo por inercia.

−Defendió a ese cirujano que dejaba bastante qué desear... −y gesticula mucho al demostrar su disgusto. Pero elijo no responder y continuar con mi labor– ¿En serio estuvieron juntos?

−Sí, Candela.

−¿Mucho tiempo?

−El necesario.

−¿Te molesta saber que las chicas lo apodemos "el churrazo"? –y solo fue suficiente con mirarla de reojo– okey, me voy. Le puse dos de azúcar al café –dice antes de salir y casi que se aleja corriendo.

Me lleva quince minutos más terminar con el tratado al que estaba intentando llegar con mi colega y después finalizo la conversación bloqueando la pantalla de la computadora. Tomo un sorbo de café y escucho que del otro lado de la puerta hay una música bajita, así que Candela estará ambientando la recepción vaya a saber con qué estilo de ritmo que no logro reconocer. Pero entre sorbos cortos de café, y un leve mordisco al scon de limón, agarro el celular y busco el número de Peter. Primero lo saludo y le pregunto cómo está, su respuesta no tarda más de veinte segundos y después me animo a consultarle si está en su casa. Me explica que está en una reunión aburrida en Tribunales pero que sale en cuarenta minutos. Y después me pregunta para qué lo necesito. Y tampoco es que lo necesite con demasiada urgencia –o sí, qué se yo–, pero cuando ayer nos volvimos a besar tuve la imperiosa necesidad de abrazarlo. No lo hicimos, nos separamos, nos despedimos y después nos fuimos cada uno tomando un rumbo diferente. Claro que yo me quedé sentada en el auto un rato extenso intentando comprender lo ocurrido y tocándome los labios para chequear si había sido real. Sí, lo había sido, y se sintió igual que la primera vez. Por eso tardé tanto en responderle que quería conocer su disponibilidad para juntarnos a hablar. Me pasa la dirección de su casa y me doy cuenta que no es la del departamento de Puerto Madero que, hasta donde sabía, después de separarnos se había mudado allá con su hermana. Me dice que a las cuatro ya va a estar en su casa y que va a esperarme, y qué difícil es decirle "okey".

Aviso que tengo que salir y que voy a volver más tarde y, aunque Agustín quiere increparme un poco más, no se lo permito. Por la dirección que Peter me da sé que la nueva casa queda en las afueras de Capital Federal. Hago el recorrido que me obliga mi GPS, aunque elijo modificarlo cuando me veo atrapada en un embotellamiento. Me lleva casi una hora llegar hasta la dirección y darme cuenta que se trata de un country en la zona de San Isidro. La seguridad de la entrada me pide información, pronuncio el nombre de a quién vengo a ver y me indica el número de casa y cómo llegar. Bajo la velocidad porque las calles son angostas y hay personas deambulando. Me llama la atención que las casas no estén construidas con la misma estructura, aunque en lo único que igualan es en sus jardines delanteros y garajes de dos o tres vehículos. Tengo que costear una rotonda que es una plaza y en la que hay varios niños turnándose en un tobogán, eligiendo a quién le toca subir a las hamacas o corriéndose en una mancha. También hay un par de adolescentes sentados tomando mate y otros jugando al fútbol. Hay un aire familiar que no imaginé encontrar en un country, quizás porque siempre me gustó juzgar antes de conocer... o tal vez porque solo aprendí a juzgar. Cuando llego al número que él me dictó por mensaje –y el cual también coincide con lo explicado por el hombre de seguridad– me encuentro con una casa de dos pisos, de garaje abierto en donde hay un auto estacionado y un aro de básquet. Estaciono detrás de ese vehículo que deduzco que es de él y mis tacos se clavan en las piedras del suelo. La entrada es amplia, con una estructura negra que le otorga un techo a las dos puertas de madera. Toco timbre y esbozo una risa cuando escucho el sonido porque es el mismo que siempre se introducen en las telenovelas, y cuando bajo la vista me encuentro con una alfombra que da la bienvenida. Doy un par de pasos hacia atrás para contar cuatro ventanas, dos inferiores y dos superiores, las cuales están cubiertas por cortinas blancas desde el interior. También veo a una familia que sale de la casa vecina, dividida por una ligustrina, en donde los adultos son dos hombres y las menores son gemelas porque, no solo están vestidas iguales, sino que tienen las mismas facciones y color de pelo. Una lleva un bebote abrazado al cuerpo que casi es más grande que ella, y la otra una guitarra cruzada en el pecho y arrastrando un micrófono por el pasto sosteniéndolo del cable. Me causa gracia ver como la del bebote la obliga a levantar el micrófono, y como ésta segunda se retoba y sale corriendo. Uno de los padres grita su nombre para que no se aleje. Vera se llama. Y Vera regresa corriendo hasta su papá que la ataja para después subirla encima de los hombros.

ASIGNATURA PENDIENTEWhere stories live. Discover now