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Los primeros seis meses fueron los peores. El otro conjunto de seis meses también, y mucho más los años posteriores. Pero esos primeros seis son los que más quisiera olvidar. Desde la tarde en que regresamos de la clínica y Lali subió a la habitación, no volvió a salir. Solo lo hacía cuando tenía hambre, pero había dejado de comer y disminuyó notoriamente de peso. Había perdido mucha masa muscular y su piel estaba pálida. Las dos primeras semanas dormí en nuestra cama, pero ella solo me daba la espalda. En las próximas me acostumbré a hacerlo en el sillón. Mantenía siempre el televisor encendido para escuchar algún bullicio porque ella también había dejado de hablar. Intenté generar una charla preguntándole cómo se sentía, si necesitaba que le alcance algo, si quería que la lleve a algún lugar, pero nunca obtuve respuesta. Solo la veía acostada en la cama, en posición fetal y abrazándose a su cuerpo. Quería hacer algo, pero no sabía qué. Le pedí tanto a Muriel como a Gimena que se acercaran, pero no obtuvieron ni siquiera una sílaba. Sin decírmelo me estaba gritando que la deje sola, que quería atravesar ese dolor. ¿Pero cuántos más sería capaz de atravesar? ¿Cuánto más su cuerpo y psiquis iban a soportar?

Mientras tanto, yo intentaba deducir algo de lo que había ocurrido. Aunque sea mínimo, no lo sé. Pero quería encontrarle una respuesta, necesitaba encontrar una para dejar de pensar en que Dios no existe o en que el Universo quiso conspirar en nuestra contra. Durante esas primeras semanas, ni siquiera pude llorar. Pedí la licencia en los trabajos y me quedé en casa. Mi mamá y mi hermana me llamaban una vez al día para preguntarme como estaba y yo ni siquiera tenía fuerza para responder. Decía "bien" porque es lo que hay que responder cuando no querés preocupar a los demás, pero en realidad estaba todo mal. No dormía, no podía terminar de tragar los bocados de comida, no lloraba, no me concentraba en las tareas, no podía ni leer los subtítulos de las películas que emitían por televisión, no encontraba la manera de moverme del sillón. Estaba ido, desconcentrado, angustiado. Quería hacer algo por Lali, pero ni siquiera podía hacer algo por mí.

−Permiso... −pedí una media-tarde cuando entré a nuestro cuarto. Lali seguía en la misma posición, mirando hacia la ventana y yo hacía equilibrio para entornar un poco la puerta mientras sostenía una bandeja en la que había preparado una merienda– te hice algo para que comas –avisé, y apoyé la bandeja en un costado– estaría bueno que comas algo, ¿sabes? No porque sea una hincha pelota, pero sí porque te va a hacer bien... −me senté en un extremo y cuando apoyé una mano en su pierna para acariciársela, la corrió– el día está re lindo y también estaría bueno que salgas. Hay un sol calentito y podemos tomar algo en el patio... −pero no respondió. Nunca lo hizo– quiero abrazarte –le confesé después en un susurro– también quiero que vos me abraces. Quiero decirte que todo va a estar bien. Quiero creer que todo va a estar bien –corregí– pero para eso te necesito. Yo te voy a dar el tiempo que quieras, pero no te vayas a ningún lado –y escuché que hizo ruido con la nariz para subirse los mocos porque se le estaban mezclando con las lágrimas de angustia– te dejo esto acá y comé lo que quieras. Yo voy a estar abajo, ¿sabes? Vas a encontrarme ahí –me animé a inclinarme hacia ella para darle un beso en un costado de la cadera y después volví a salir.

Me quedé en el primer piso con los brazos cruzados sobre la ventana más grande que había en un pequeño hall apenas subías, y miré el cielo durante quince o veinte minutos. No estaba pidiendo nada, solo lo miraba. Tal vez le pedía una señal o una respuesta, pero no me la dio. Escuché ruido y cuando me asomé por el pasillo vi a Lali cruzar de nuestro cuarto al baño. Estuvo ahí encerrada alrededor de media hora y cuando salió, se quedó tiesa mirando la puerta que correspondía a la habitación que iba a ser de nuestro hijo. Miró el cartel con su nombre que continuaba colgado y después volvió a encerrarse en nuestra habitación, aunque esa vez dio un portazo que hizo temblar todas las ventanas. No solo estaba triste, sino que también estaba enojada. Harta con la vida que constantemente se empecinaba en ponerle una traba para que vuelque su tranquilidad.

ASIGNATURA PENDIENTEWhere stories live. Discover now