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Diez meses antes de recibirnos, me senté con mi padre y acepté trabajar para su empresa. Es el CEO de una compañía automotriz de nombre y la más consumida no solo en el país si no que también a nivel mundial. No había nacido de un día para el otro, sino que venía gestándose a través de las décadas y las diferentes generaciones. Ésta vez le tocaba a mi padre presidirla –posteriormente él deseaba que lo haga yo– y, siendo sincero, lo veía muy feliz en aquel cargo. El primer día que fui, lo vi caminar con seguridad, también con una cuota importante de poder, que saludaba a todos, que ya pecaba de demasiada simpatía y que se abrazaba a todos sus compañeros. Con los que compartía el poder, no con los empleados que estaban en un rango a nivel subsuelo. Esa mañana había organizado una reunión para darme la bienvenida. En una oficina de paredes blancas, azulejos negros, ventanas grandes desde donde podía verse el centro de la ciudad y con una mesa ovalada en el medio rodeada de sillones blancos, se juntaron todos los socios de mi padre. Habría alrededor de veinte personas, todos hombres de traje que superaban los cuarenta años. El único jóven que ingresó fue el pibe que trabajaba en la cocina de la compañía y alcanzó los cafés con medialunas. Creo que fui el único que le agradeció el gesto, porque los demás estaban demasiado embelesados conversando de temas que no logré hilvanar con ningún negocio.

–¿Te acordás de mi hijito, Germán? –en un momento mi padre se ubicó detrás de mí y apoyó tan brutalmente las manos en mis hombros que casi vuelco el café que estaba intentando llevar a la boca.

–¿El mayor? –Germán se acercó. Era un tipo alto, de ojos claros y poco pelo, pero con muchas canas. Superaba apenas los cincuenta años, tenía una mirada muy particular y siempre se mantuvo fiel a mi viejo siendo su mano derecho. Habían decidido trabajar juntos para la mantención de la compañía– qué grande que estás, che. La última vez que te vi todavía estabas en el colegio.

–Pasó bastante tiempo –comenté– ¿Cómo estás, Ger?

–Bien, la verdad que demasiado tranquilo, necesitamos un poco más de acción –y compartió una risa con mi padre– ¿Ya empezás a trabajar hoy para nosotros?

–Con –lo corrigió la voz de papá– va a ser nuestro abogado estrella.

–Todavía no soy abogado –aclaré.

–Bueno, ya casi que lo sos, querido. Qué bueno tener una persona de confianza –Germán me palmeó la espalda y me acomodó un omóplato– el anterior dejaba bastante que desear.

–¿Por qué?

–Nunca entendió el concepto de que sus clientes siempre somos nosotros –dijo, y esa primera línea fue suficiente como para entender todo lo que vendría después. Cómo no lo vi– bienvenido a la compañía, Pedro. Te puedo asegurar que vamos a pasarla bien –y lo único que quedaba era sonreírle– ¿Vamos un toque a hablar afuera, Pablo? –papá asintió, volvió a sacudirme un poco los hombros y se fue tras él.

–¿Sos el hijo de Pablo? –me preguntó una voz que, cuando levanté la vista, lo encontré sentado del otro lado de la mesa oval. Asentí– un gusto... –se inclinó sobre la mesa y me extendió la mano– el hijo de Germán –comentó con humor– Santiago...

–Peter –me presenté igual– veo que es un semillero.

–Siempre es más fácil cuando mamá o papá tienen un trabajo del que podemos robar –esbocé una risa y retomé con mi café– ¿Ya firmaste contrato? –asentí.

–¿Vos hace mucho estás? –consulté, y después desvié la mirada hacia la esquina de la mesa porque los demás que conformaban la sociedad estaban acumulados en un rincón conversando a viva voz.

–Casi tres años. Mi viejo necesitaba un asistente que maneje números, contratos, habilitaciones, y bueno... acá estamos.

–Ah, o sea que sos su mano derecho. Y, al mismo tiempo, Germán la mano derecha de mi padre.

ASIGNATURA PENDIENTEWhere stories live. Discover now