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–¿Te puedo robar un rato? –le pregunto a Agustín cuando entro a su oficina con una carpeta solapada en mano. Él está sentado en su sillón de siempre hablando por teléfono, así que con un dedo me indica que espere. Entonces mientras escucho a medias lo que conversa, me acomodo en el sillón que está del otro lado del escritorio. Dejo mi carpeta sobre las piernas y me fijo que su notebook está apagada, que al velador le sacó la lamparita para encajarle la pelota de ténis como adorno, que en su lapicero hay muchos resaltadores de colores pasteles, que su agenda está abierta y tiene muchas anotaciones con esa letra desprolija que nunca llego a comprender y debo pedirle que traduzca, que su taza de café en la que se escribe "Cómete mis calzones" está sucia (discutimos varias veces porque no me parece ético que reciba clientes y lo primero que vean sea eso), que hay una pila de carpetas plásticas en un rincón bien apiladas y que cambió los marcos de los portarretratos: uno en el que está abrazado a su sobrina de cuatro años y gritando a cámara, y otra con su novia en un viaje que hicieron a Mendoza. Él sigue hablando muy entretenido y cuando ríe es porque la conversación ya viró hacia otro lado que dejó de ser interesante, así que empiezo a hacer ruido en el escritorio con las uñas porque tantos años trabajando juntos, ya sabe interpretarlo.

–¿Qué pasa? –pregunta cuando corta y deja el celular sobre la agenda.

–¿Con quién hablabas?

–Con un amigo. ¿Me estás vigilando? –cuestiona y anota un par de garabatos en la agenda.

–No, pero se estaban contando chistes y hay que ubicar hechos de importancia en la escala. Eso significa que yo estoy primera –sentencio y él esboza una risa.

–Era un amigo que necesitaba un consejo de un abogado por algo que le pasó a la hermana –explica y emboca la lapicera en el lapicero cual profesional de básquet– y te pido mil disculpas, pero vos entraste a mi oficina así que en mi órden de prioridades, hoy estás segunda –agrega canchero y con una sonrisa de lado que en realidad es más empática que irónica.

–¿Puedo empezar a hablar?

–Sí, dale –ríe y deja caer todo el peso del cuerpo sobre el respaldo– ¿Qué necesitabas?

–Estoy en una disyuntiva con un cliente nuevo –empiezo– pensé en pasártelo a vos desde el minuto cero en que vino, pero si no lo hice fue porque no tenía pensado aceptarlo, aunque me quedé con sus documentos. Recién leí en una página de internet sobre el caso, me acordé y volví a analizarlo, y... no sé qué hacer.

–¿Cuál es el caso?

–Homicidio.

–¿Otra vez? –y abre mucho los ojos porque todo le recuerda a lo que a mí también.

–Ya lo sé, y no es la primera vez que nos caen con casos así, y si no quise aceptarlo fue porque venía bastante vapuleada con lo de Sandoval.

–Pero algo te hace querer aceptarlo –agrega con sabiduría y subo los hombros. Es como si mi instinto fuera más y mi necesidad ética fuera más fuerte– ¿Cómo es?

–El homicidio fue contra su mujer –le expongo la carpeta abierta para que se adueñe de la información– hubo un incendio en la casa, ella estaba adentro junto a sus hijos. Logró salvar a los menores, pero ella falleció en el interior. Lo acusan a él porque, según la familia de ella, siempre fue violento con la víctima y no lo quieren.

–¿Hay denuncias que lo avalen?

–No. Igual, ¿cuánta seguridad podemos darle a eso? –increpo más en un pensamiento en voz alta para mí que para él– él fue el primer sospechoso sobre la muerte de Verónica y estuvo detenido durante dos o tres semanas.

ASIGNATURA PENDIENTEWhere stories live. Discover now