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Todavía falta ponerme los zapatos cuando me siento a desayunar. Un té de hierbas con galletas dulces mientras leo el diario matutino que todas las mañanas cae en la puerta de casa. Juez vuelve a aparecer después de dos días sin vernos y se sienta sobre la isla de la cocina. Lo saludo con un mimo en el hocico y mueve la cola lentamente sin dejar de observar mi taza de té en la que giro la cuchara. Se inclina a oler las galletas y lo corro porque nunca me gustó que deambule por entre la comida o los utensilios de cocina. Busco una golosina apta para animales y se la ofrezco en su plato plástico. También enciendo la luz del bajo mesada porque la iluminación externa todavía es nula. Los días empezaron a cortarse a causa del otoño y la cercanía del invierno, por eso es que cuando me levanto todavía es de noche. Teniendo en cuenta que al regresar a casa después de un día laboral también lo es, parece que vivo en la oscuridad. Bueno, tal vez sí. Separo los segmentos de espectáculos y deportivo dejándolas a un costado y me concentro en la información política y social que siempre fue la que más me interesó. El asesinato de Ledesma sigue siendo tapa de noticia, igual que la muerte de Marcela, la mujer que violó Sandoval, que ahora pude ponerle rostro y nombre, y que hasta hace un par de días su familia siguió movilizándose. A mí me llegaron mensajes de los parientes de ella en donde recriminaban mi trabajo por haberlo defendido en otra oportunidad. Me limité a ser lo más cordial posible al responderles, pero ¿cuánto más iba a poder excusarme? Tenían un porcentaje alto de razón. Mi celular vuelve a sonar cuando estoy en el último sorbo de té y cuando Juez ya terminó su golosina para saltar hacia arriba de la heladera porque ahí realiza sus mejores siestas. El número es uno desconocido y bufo porque sé lo que significa. Atiendo porque debo, pero corto después de escuchar una respiración agitada que me habla solo con sonidos. Como quien me está diciendo: "de ésta no vas a salir viva, así vas a respirar cuando estés pidiendo auxilio". A ésta altura no tendría que estar preocupándome por amenazas porque no es la primera ni la última que voy a recibir, pero teniendo en cuenta en el ámbito en el que estuve atrapada sin saberlo, un poco me hace erizar la piel y temblar las piernas.

–¿Quién habla? –escucho la voz del otro lado del celular. Estoy sentada en el lateral de la cama calzándome los tacos colorados.

–Bernard, soy Mariana.

–¿Qué Mariana? –y revoleo los ojos. Una parte de mí sé que lo hace a propósito.

–Espósito.

–¡Espósito! –seguro que también sonríe con ese sarcasmo que siempre odié– ¿Cómo andás? Pensé que solo me habías tirado el fardo y nunca más me ibas a llamar.

–Tampoco tenía por qué hacerlo, siempre dijiste que sabías solucionar todo –sostuve el celular con el hombro y ajusté las hebillas de los zapatos alrededor de los tobillos.

–Ya lo sé, pero quizás querías pedirme ayuda.

–No, precisamente. ¿Estás muy ocupado?

–Siempre, corazón –dijo y se me escapó una sonrisa; qué tipo imposible de asimilar– ¿Qué necesitabas?

–Que tu cliente deje de llamarme para amenazarme. Ya dejó de ser gracioso.

–¿Qué cliente?

–El único que nos relaciona.

–¿Sandoval? –y asentí solo con ruido porque abrí el placard para buscar ese bolso que me combina con los zapatos y descolgué una chaqueta– ¿Te está llamando?

–Hace rato. Su última llamada fue hace quince minutos.

–Imposible, no tiene manera de comunicarse con el exterior.

–Le habrá pedido el teléfono a alguien porque siempre figura como privado.

–¿Estás segura que es él? –cuestiona desde la duda, y puedo deducir que ya no lo está haciendo con ninguna doble intención.

ASIGNATURA PENDIENTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora