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−¿No alcanzas a leer? –la barman de aquel bar antiguo que encontré en un paseo nocturno, me sacó del trance en el que estaba. Creo que estuve, mínimo, diez minutos parado a pocos metros de la barra y mirando la pizarra en donde estaban escritos los nombres de los tragos.

−No sé qué elegir.

−¿En qué nivel está tu humor? –preguntó.

−¿Del uno al diez? Menos veinte.

−Entonces algo muy fuerte –sentenció y dio media vuelta para iniciar a mezclar bebidas. Me acerqué a la barra y corrí una banqueta para sentarme. Era jueves y no había mucha gente en el lugar, la mayoría eran personas grandes que superarían los sesenta años y que buscaban un momento de jolgorio. Y por jolgorio digo emborracharse y mirar mujeres– bienvenido –a los minutos me arrastró un vaso y no pregunté cómo se llamaba el trago, pero lo liquidé en un fondo blanco que me hizo picar la garganta y presionar los dientes de la cantidad de alcohol que cargaba.

−Otro.

−Evidentemente, es más que un menos veinte. ¿Es la primera vez que venís? –y se dispuso a armar otro.

−Sí, ¿por qué?

−Nunca te vi y acá acostumbran a venir más asiduos, los conozco –contó y yo me di cuenta que la música de fondo era una de Los Ratones Paranoicos– ¿Cómo te llamas?

−Peter.

−Un gusto, Peter –y me alcanzó el segundo trago– yo soy Tamara.

−Hola –y me bajé el segundo vaso de otro tirón para después volver a apoyarlo sobre la barra y que ella entienda que debía preparar otro.

−No estás en uno de tus mejores momentos, ¿no? –confirmó y no sé si estaba mirándome porque yo tenía los brazos cruzados y la cabeza baja. Negué– bueno, éste casi que es un club de personas que la pasan mal, así que no vas a estar tan solo.

Pero yo a esa altura ya me sentía solo. No, corrección: no lo sentía, lo estaba. Al día siguiente que me separé de Lali, tuve que volver a casa para buscar mis cosas. Ella no estaba, pero se había tomado el favor de prepararme la ropa y mis elementos de trabajo en la mesa del living. Solo los retiré, saludé a Juez cuando me maulló y lo encontré parado en el respaldo del sillón, y me fui. La llamé más de una vez y no respondió a ninguno de los mensajes. Tampoco quise insistir porque no le gustaba y ya había una decisión tomada de la cual no estaba de acuerdo, pero de la que también tuve que hacerme cargo. En ese momento me di cuenta que no quería dejarla sola, pero ya lo había hecho hacía meses así que quizás se había acostumbrado y prefería no vivir con una sombra. Ya no la estaba culpando a ella, sino que había empezado a hacerlo conmigo. Instalado en casa de mi hermana, intenté continuar con mi vida tal cual lo venía haciendo hasta ese momento. El trabajo me ocupaba mucho tiempo y, cuando encontraba los huecos libres, los aprovechaba para reunirme con Matías y Victorio. Gimena me llamó para expresarme que debía otorgarle un tiempo a procesar lo ocurrido entre Lali y yo porque, claramente, ella no estaba de mi lado. Así que tanto Matías como Victorio fueron mi apoyo emocional. Aunque, si me detengo a hablar de emociones, no voy a decir que el parte era positivo. No reconocía si se trataba de angustia o de enojo –ambas con la vida y conmigo–, pero creía estar parado en una cornisa al punto de caer al vacío y despojado de todo, de ropa y sentimientos. Tres semanas después, cuando salí del trabajo, me reencontré con Antonella. Ella estaba sentada en la escalera principal de la Facultad de Derecho leyendo un libro que, después me contó, había pedido prestado en la biblioteca cuando me acerqué a saludarla. Me invitó a tomar algo y acepté. Después me invitó a su casa y también acepté. No quiero decir en voz alta que tuve sexo con ella porque creo que queda claro, pero Antonella fue el punto de inflexión para todo el desastre emocional que vendría después.

ASIGNATURA PENDIENTEWhere stories live. Discover now