9: Troye

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Troye. 

Tiempo atrás.

El escudo debería protegernos. Portar aquel símbolo debería ser lo que nos mantenga a salvo de clanes enemigos, pero como es de esperar, nada en nuestras vidas funciona de la manera en la que debería. Observo el escudo dorado, brillando detrás de ese cristal.

No nos mantiene a salvo, nos mata a todos, uno por uno.

—Tienes que descansar —mi madre se sienta junto a mí, junto al calor de la chimenea.

Sacudo mi cabeza levemente.

—No creo poder hacerlo —respondo, en voz baja.

—Mañana tendremos un día difícil —dice, tomando mi mano.

No quería oír eso, no quería volver a escuchar una sola cosa más acerca de los días difíciles porque ya hemos tenido muchos de esos y suelen extenderse a años.

—¿Algún día dejaremos de perder a quienes amamos? —pregunto, pensando en Ellie.

—Es parte de lo que hacemos —dice ella.

—¿Y qué hacemos, mamá? —pregunto— ¿Qué hacemos defendiendo ese trozo de metal que solo nos mata uno a uno?

—Cuidamos de las personas, eso hacemos. Quizá otros clanes de otras partes del mundo alaben el mal pero a nosotros se nos dieron estas habilidades para proteger a niños, heridos y perdidos. Ese escudo que tanto odias, es el escudo de la familia —responde—, es lo que nos hace fuertes, a lo que nos hemos mantenido aferrados cuando los días eran grises.

—¿Días grises? —río sarcástico— Éramos sus malditos esclavos, peleando en su nombre por causas idiotas.

—Nos han ayudado mucho estos últimos cien años, hijo —intenta acariciar mi cabello pero la aparto.

Los Clark y su arrepentimiento me enferman. Su idea de enmendar sus errores es absurda, nunca van a poder limpiarse de toda esa sangre en la que se han bañado por años.

—De no ser por ellos no habríamos tenido que pasar por esos días grises, como tú los llamas —señalo.

Cadenas, oscuridad, amenazas de muerte y trato como al de un animal, sí, en eso puedo resumir mi estadía bajo las alas de la familia más poderosa del continente de ese entonces.

—Deja lo que pasó en el pasado en su lugar —sus ojos azules me ven con la severidad de una madre—, los que seguimos de pie debemos seguir defendiendo nuestro lugar, nuestro apellido.

—No somos Harrison, mamá —repongo, pensando en nuestro antiguo apellido, el real—. Somos los Ahearn, mi abuelo era un hombre lobo, uno real, uno que podía cambiar de forma... ¿Qué somos nosotros ahora?

Apenas tenemos la fuerza, las garras y uno que otro sentido afinado, lo ideal para cualquier común, para nuestra especie, humillante.

—Si decides no pelear mañana, lo entenderé —se levanta del suelo, rendida— pero tu padre, tus primos, tus tíos no lo harán.

Sus delicados pies hacen crujir el suelo mientras se aleja de mí, escurriéndose entre los pasillos hacia su habitación. Veo una vez más aquel escudo y me pregunto si llegará un día en el que no tendremos que pelear más, un día en el que dejaremos de correr, un día en el que pueda vivir tranquilo con mis padres sin tener que temer siempre por ellos y ellos por mí.

Me quedo abrazado a mis rodillas viendo las llamas danzar hasta que el fuego se consume y la casa queda sumida en la oscuridad, me acerco a la ventana, observando lo brillante de la luna, sintiendo el efecto de la luna llena que está próxima.

No puedo dejarlos solos.

No por el escudo, no por el apellido que no significa nada.

Por ellos.

El alba nos alcanzó demasiado pronto como para huir, las palabras no eran algo con lo que quisiesen probar y el instinto asesino fue su carta de presentación en cuanto el sol salió por detrás de las colinas.

Sus garras alcanzan mi pecho, rasgando pedazos de mi piel y llevándoselos entre sus uñas. Mi cuerpo está entumecido de tantas heridas y el esfuerzo de mi organismo por sanarse a sí mismo lo más rápido posible. Intento ubicar con rapidez a mi familia y alcanzo a ver a los gemelos en una situación no muy diferente.

Caigo sobre mi espalda y viendo a lo lejos mi casa cayéndose en ruinas. Siento el peso de alguien caer sobre mí, encontrándome con uno de ellos, de ojos rojos por la sangre de sus víctimas, sosteniendo el escudo dorado y presionando sus bordes en mi garganta.

Me aferro al escudo, intentando elevarlo para liberar mi tráquea pero es demasiado fuerte. Grito, intentando reunir fuerza para quitármelo de encima. Lo tienen, tienen el escudo.

Todos los que me importan están siendo derrotados y si no hago algo van a matarme y no podré defender a nadie. Él, desde arriba me sonríe con mofa, sus ojos brillan cada vez más mientras la fuerza en sus brazos aumenta.

No puedo. Cierro los ojos con fuerza.

El escudo abandona mi garganta y por un momento creo que alguien ha venido a rescatarme, pero no es así, el mismo Berserker de ojos rojos eleva el escudo y golpea mi rostro con él, la sangre salpica, dejándome ciego por unos segundos.

Unos gritos se elevan en el aire y conozco la voz de los lamentos, me remuevo, buscando a mi madre con desespero. No veo, no puedo ver nada, solo escucho sus gritos cercanos. La vista vuelve a mí, borrosa.

Mi padre, tendido en el suelo sobre un lecho de sangre, sus ojos celestes perdidos entre las copas de los árboles, sin vida y mi madre, sujeta del cuello por uno de los gigantes Berserkers enemigos. Intento levantarme pero vuelve a ponerme el escudo en la garganta, pisando mi abdomen con sus botas para retenerme.

No puedo apartar la vista de mi madre.

—Voy...por ti —mi voz no tiene alcance.

La levanta del suelo y aprisiona su cuello. Mis ojos se cierran como un reflejo en el momento en el que su cuello se torna flácido en un quejido de sus cartílagos y espina dorsal. La rabia consume el dolor y así mi cuerpo entra en un estado de salvajismo puro. Tomo el escudo por sus bordes, empujando hacia arriba mientras corta las palmas de mis manos, derramando mi propia sangre, pero no siento dolor.

Le arrebato el escudo, enganchándolo a mi antebrazo. Golpeo su rostro con el escudo, haciéndolo caer de rodillas, su amigo el gigante viene a atacarme por la espalda, estiro mi brazo, el escudo en horizontal corta su garganta en un tajo certero mientras vuelvo a mi primera presa, golpeando su cráneo con el pesado artilugio hasta que esta se parte, cayendo sin vida en la tierra. Es como haber tragado una bomba de adrenalina, me es imposible parar, ni siquiera cuando mi piel blanca ha sido tan salpicada de sangre que es imposible ver su textura, voy uno por uno, liberando a mi familia de sus garras y acabando con ellos.

Mis primos me toman por los brazos, deteniéndome. Rugo, desesperado por que me suelten.

—¡YA ES SUFICIENTE! —grita Siva— ¡YA NO QUEDA NINGUNO!

El estado de shock abandona mi cuerpo al percatarme de que solo hay cadáveres en el suelo, ninguno de ellos se mueve, ninguno de ellos respira, solo así logro volver a la realidad. Veo a mis padres tendidos cerca de la casa y el escudo dorado cae a mis pies.

Corro hacia ellos, sintiendo mi pecho estallar. Caigo junto a ellos, mientras los atraigo hacia mí, reposo la cabeza de mi padre en mis piernas mientras por el otro lado abrazo a mi madre, sus cuerpos lánguidos no responden.

Intento oír sus latidos, aunque fuesen débiles pero dentro de sus cuerpos es solo silencio.

—No, no, no —sollozo en voz baja, abrazado a sus cadáveres.

El brillo de aquel escudo dorado llega como en reflejo a mis ojos. Tendido en el suelo, parcialmente hundido en la tierra, salpicado de sangre. La rabia crece en mí ante lo que representa.

—Alejen esa cosa de mí —escupo, sin poder quitarle los ojos de encima—. Jamás volveré a pelear en nombre de esa cosa, jamás volveré a portarlo... No me importa si pierdo mis habilidades, esa cosa nos va a matar a todos.

Academia WindstormWhere stories live. Discover now