Capítulo 7: "Pan con margarina y cacao para merendar, por favor"

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-Señorita Gray, termine de arreglarse y baje ya, que el autobús sale en quince minutos- la apremió doña Ida.

-Sí, ya voy.

Kathleen terminó de meterse la sudadera Hollister verde manzana. Pronto terminaría octubre, y el otoño ya se hacía notar por los fríos pasillos del Brotherhood.

Estaba lista para salir, pero justo antes de hacerlo, se volvió a por algo: sacó de debajo de la almohada la fotografía de los dos chicos que había encontrado cuatro días atrás en la cabaña, la desdobló y le pasó un rápido examen visual. Vale, no había sufrido desperfectos. La tenía que mantener tal cual hasta encontrar un anuario antiguo para confirmar sus sospechas sobre si aquellos eran Gill y Cedric; y, si así era, hasta enseñársela a Jay. Así que la guardó en uno de sus tres cajones del armario, el único que tenía cerradura, y se puso la llave en el cuello a modo de colgante. No se fiaba de Abby; ya la había visto varias veces observándola de reojo.

Bajó al recibidor. Era sábado y, como siempre en el Internado Brotherhood, los chicos que no se fueran durante el fin de semana a sus casas, tenían libres las tardes para ir a la ciudad. Un autobús los esperaba en la puerta. Ella, de buena gana se hubiese sentado con su amiga Sissie, pero esta sí se iba durante los fines de semana a su casa; en concreto, ese fin de semana estaba en Oxford con sus abuelos. Como no tenía ganas de compartir asiento con la odiosa pelirroja, terminó por ponerse al lado de Vanessa. Era algo rara; pero al menos, era buena chica.

El trayecto fue bastante aburrido: Vanessa no era muy habladora, y cada vez que Kath intentaba sacar conversación, ella lo desviaba a los estudios, y a las clases… Kathleen perdió la cuenta cuando llegó a veintitrés de las veces que le explicó su decisión de estudiar Ingeniería, aunque no descartara aún la posibilidad de Matemáticas o Química. Parecía algo monótona.

Cuando al fin pararon en Londres, Kathleen creyó haber visto el cielo abierto. Ahora solo esperaba que no la siguiera a las tiendas; no le apetecía comprar tubos de ensayo científico.

En la ciudad, de todas formas, no mejoró la cosa: Kath había vivido toda su vida en el Orfanato de un pueblo diminuto a pocas millas de Londres, pero apenas había estado en la gran ciudad en una ocasión, con una familia de acogida que no la dejó salir ni al umbral del piso si no era para ir al colegio que lindaba con el bloque de pisos en el que vivían, al médico o al dentista de la calle paralela a la suya. Aparte de eso, los días excepcionales como su cumpleaños, en los que podía ir de compras o al cine, nunca había salido del centro comercial más cercano a la periferia.

Por tanto, estar sola en mitad de Londres no le resultaba divertido, sino agobiante. Se sentía completamente perdida y vagó de un sitio a otro, observando imágenes.

Después de un rato, cuando por fin consiguió situarse, la cosa empezó a mejorar.

Entró en varias tiendas y compró un suéter muy alegre y unas botas para ella de estilo militar. También, aprovechando las ofertas de una tienda de complementos, eligió unos guantes grises para Sissie. Probablemente, su amiga tuviera guantes muchísimo mejores que aquellos, pero un regalo nunca se juzgaba (o eso decían los monitores de noche del Orfanato).

Más tarde visitó un parque cercano en el que dio de comer a las palomas; y hasta tomó varias fotos. Tras una hora más o menos de incesantes compras y visitas turísticas, sintió su estómago protestar. ¡Había olvidado por completo la merienda!

Tenía decidido merendar un bollo con crema muy apetecible de una pastelería cercana al punto de encuentro con el autobús, hasta que vio a Vanessa entrar allí, y decidió que oiría la charla sobre física cuántica en el viaje de vuelta al Internado.

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