Capítulo 20: Confesiones

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Isabelle no existe. Si Isabelle no existía, ¿quién era aquella mujer? Y, sobre todo, ¿qué quería de ellos?

-¿Va a tener la decencia de explicarnos quién es entonces?- se exasperó Jay, furibundo-. ¿O nos va a soltar la bomba para luego abandonar la guerra?

-Sí, claro- sonrió abiertamente la mujer, mostrando una estela de dientes pulidos y esmaltados-. Pero, ¿qué os parece si antes de explicaros quién soy yo os explico quiénes sois vosotros? Nos ahorraríamos mucho trabajo.

-Como desee- contestó Kath con desgana.

Así es que la mujer los condujo hasta la zona retirada de la entrada, donde había apartados para escuchar música y cómodos sillones de terciopelo. Voy a por algo para beber, les había dicho.

¿Y si iba y nunca volvía? O, ¿y si traía una metralleta para masacrarlos?

Kathleen se apegó más a Jay en el tresillo que ambos compartían, y le transmitió su insistente escalofrío. Jay pasó su brazos sobre los hombros de ella y le besó la mejilla.

-¿Asustada, pequeña?

Se acercó aún más, como si fuera una niña pequeña con temor a la tormenta. No sabía la que se les avecinaba encima.

El rechinar de unos tacones por el pavimento hizo eco en la sala. Se giraron y vieron a Isabelle caminar hacia ellos, portando una bandeja de plata sobre la que reposaban galletas de chocolate y tazas de porcelana.

-Espero que os guste el té- comentó, mientras tomaba asiento en frente de ambos.

Kathleen cogió su taza y le dio un fuerte sorbo. Se quemó la punta de la lengua.

-Veréis, queridos, hace miles y miles de años, tantos que el tiempo se mezcla con los sueños y no conseguimos distinguir lo que es realidad de fantasía, el ser humano era perfecto. No concebían el pecado, en ninguna de sus formas. Hasta que Eva tomó la manzana del jardín de Edén, ¿no? Bueno, en realidad esa historia bíblica es solo una metáfora. Aunque tan cierto como que hay Infierno, que el hombre y la mujer ya no eran perfectos. Y erraban, demasiado. Incluso en las relaciones amorosas, donde se suponía que no había cabida para el pecado- Isabelle tomó un cigarrillo y lo encendió. Le dio una fuerte calada y siguió hablando, relatando su historia como si de una cuentacuentos se tratara-. Es por eso que, de repente, un hombre y una mujer evolucionaron hasta un nivel superior: ellos amarían sin condiciones, sin ataduras. Ese hombre y esa mujer fueron, de alguna forma, el mejor engendro de la naturaleza. Al principio, tampoco es que fueran seres especialmente significativos; pero el paso de los años hizo que, no me preguntéis por qué, crecieran hasta convertirse en seres, digamos "mágicos"- y gesticuló en el aire, entrecomillando mucho el mágicos-. Poseían poderes, y eran casi inmortales. Después de ellos, vinieron otros sustitutos, y luego otros, y otros y otros. La naturaleza los utilizaba; de alguna forma, daba la impresión de que esa pareja era una especie de sistema regulador de la paz y el amor.

Kathleen la escuchaba atentamente, observando cada uno de los minúsculos detalles de su rostro. Aquel lunar debajo del ojo izquierdo, apenas perceptible; su sonrisa prieta a la vez que apagada; y el particular brillo de sus ojos: no sabía interpretar si le transmitía paz o inquietud, felicidad o tristeza.

Isabelle dio otra calada y expulsó una bocanada de humo, con extraña forma ovalada cuando salió de sus labios. Prosiguió con su pausado relatar:

-Sus características, por tanto, era que se enamoraban perdidamente desde el mismo instante en que se tocaban, y ya no había fuerza humana o espiritual que lograra separarlos. Incluso, morían juntos. Nacer, no. Ambos eran fruto del amor divino de un matrimonio normal; sin embargo, la primera vez que abrían los ojos, justo después de nacer, invadían al primero que los mirara, transmitiéndole tal paz y felicidad que quien fuera que los mirara no podía permanecer aquí: debía irse a una dimensión superior, donde no quedara lugar para el sufrimiento y la amargura- aquellas palabras sonaban como música; eran una forma muy poética de expresar lo que significaba la muerte-. Se esfumaban así, sin más, y, usualmente, esas personas "normales" que fueran las primeras en mirar a las criaturas a los ojos, eran su familia. Por ello, las criaturas crecían huérfanas. Con el paso de los siglos, su función vital como elementos reguladores del karma, les estaba tan presente, que sentían la necesidad de encontrar a la otra persona, incluso antes de tocarse o conocerse al menos. Por ello, heredaban otro nuevo don: el de recordar la vida de la pareja. El destino sería el que se encargaría de unirlos, de cualquier forma.

Hijos de Agua y FuegoWhere stories live. Discover now