Capítulo 34. El poder del perro.

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«Libra mi alma de la espada,

del poder del perro mi vida».

—Salmos 22:20-21


El alba empieza a despuntar con su luz entrando por los altos ventanales del establo de Alexandria, indicando el inicio de esa recién empezada mañana. Cierro los ojos e inspiro lentamente, inundando mis pulmones del aroma que desprende la madera nueva que construye el lugar, así como también lo hace el olor de la paja fresca y recién cambiada, esparcida por el suelo. Esta cruje bajo la suela de mis botas cuando me aproximo al estante de madera que se encuentra a la izquierda, en la entrada del establo, junto a las sillas de montar y sus respectivas mantas y riendas. 

Con el cepillo en la mano derecha, me detengo a observar el paisaje que las puertas del establo, abiertas de par en par, dejan entrever. En la lejanía, las calles de Alexandria empiezan a despertar, cambiando su sepulcral silencio por el paso de algunos vecinos o la luz rompiendo la oscuridad del interior de las viviendas. El cielo pierde su color púrpura lentamente, siendo este devorado por suaves tonos azules y amarillos a medida que el sol empieza a salir de su escondite y la luna se marcha ya a dormir, porque es muy tarde para ella.

Y demasiado temprano para mí.

Es pronto para que esté despierto, pero, sin embargo, lo estoy.

No podía dormir.

No ahora.

No hoy.

Por eso me encuentro cepillando el brillante pelaje negro de mi yegua, en un intento por despejar y relajar mi mente. Porque generalmente suele funcionar, es algo que me relaja a mí y a ella también. Un hábito que había adquirido como costumbre desde que el animal apareció en mi vida.

Pero hoy no parecía estar causando ese efecto en mí, y tampoco en ella.

La última batalla de esta incansable guerra se cernía sobre mis hombros lentamente, como una presencia a mi espalda que me esforzaba en ignorar. Pero por mucho que intentara apartar ese hecho de mis pensamientos, ahí estaba, como un eterno recordatorio de algo pendiente.

Y también inminente.

Es escuchar en el fondo de mi cabeza el continuo repicar de unos tambores antes de una batalla y el paso firme e igual de miles de soldados avanzando contra mí. Acercándose lentamente. Es paladear el sabor de una sangre inexistente. Es oler el óxido y la pólvora en mis fosas nasales.

Cierro los ojos una vez más e inhalo y exhalo, serenándome de nuevo.

La última batalla.

El inicio del fin.

—Sombra, quieta —murmuro cuando la muy rebelde se revuelve en sus riendas, intentando deshacerse del agarre hasta que resopla resignada. Ezekiel decía que los animales suelen detectar el nerviosismo de sus dueños, y ahora empiezo a creerle.

Ella sacude la cabeza en señal de desaprobación.

Sonrío y vuelvo a pasar el cepillo por su lomo con fuerza, pero con sumo cuidado. Todavía era demasiado indomable por su edad. Según Maggie, Sombra era una hembra muy joven, así que aún es algo difícil domarla a diferencia del resto de caballos del establo, que descansan en sus cuadras a mi derecha. Pues estos eran en su mayoría caballos y yeguas que habían escapado de granjas o que Hilltop y El Reino habían intercambiado con Alexandria, por ende, ya estaban más acostumbrados al trato humano. Pero Sombra había nacido en libertad, así que su espíritu salvaje la convertía en algo más rebelde que los demás. No permitía que nadie se le acercara.

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