Capítulo XLV

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Días después, porque era urgente, Oliver fue atendido por su médico de familia, el que no veía desde hace años, y como seguía siendo menor de edad, su padre también les había acompañado, cosa que le hizo sentir incómodo, aunque el nerviosismo que padecía por lo que le fuera a decir el médico superaba dicho sentimiento.

—Oliver, todo saldrá bien, tranquilo —le dijo su padre, no solo con la intención de calmarlo, también de acercarse más a él y a tener la relación que debieron tener desde un principio.

—Sí... —apenas le dedicó una breve mirada y se centró en las manos de Abby, las que apretaba con ansiedad.

—Tu padre tiene razón, Oliver. Todo irá bien, ya lo verás.

Que ella lo dijera significaba muchísimo más. En ella sí que confiaba ciegamente, aunque de todos modos no podía liberarse del poder abrumador de los nervios, y se disparó en el momento en que una enfermera salió a llamarle.

—Vamos.

Si Abby no hubiera tirado de él, no habría logrado levantarse y entrar en la consulta.

—Buenos días. —un hombre de unos sesenta y poco años, con los ojos azules, pelado y sonrisa risueña se levantó de la silla detrás de la secretaría y se acercó a Oliver para estrecharle la mano —Hace tiempo que no te veía, Oliver. Lamento el fallecimiento de tu tía.

Al ser su médico de familia de muchos años, conocía la historia de su madre e incluso sabía de su quemadura. De hecho, se la había revisado después de que su madre ya no estaba entre los vivos, y por ese mismo motivo no le miró con curiosidad o con desagrado, pero de todos modos le resultaba incómodo su presencia.

—Sí... —afirmó en voz baja, sintiendo una punzada en el pecho por la mención de su tía.

—Me alegra verte —el médico le apretó por un breve momento el antebrazo y le dedicó una sonrisa afable.

Tras un asentimiento por parte de Oliver, la enfermera le pidió con toda su amabilidad que se subiera a una balanza. Al pararse sobre ésta, la máquina le indicó que pesaba cuarenta y ocho kilos, resultado que la enfermera anotó y le transmitió al doctor.

—Oliver, ¿con qué frecuencia comes? —le preguntó el doctor, en cuanto Oliver se sentó en una de las dos sillas frente a él, junto con Abby. Su padre se quedó de pie a su lado.

Desde un principio, supo que su peso sería uno de los principales temas que tocarían en la consulta, y también sabía que no tenía caso mentir.

—No mucho... —admitió cabizbajo, dando saltitos con los dedos sobre las rodillas.

—¿Y comes frutas y, o verduras?

—No...

También era evidente que el doctor le mandaría a hacer análisis, cosa que Oliver detestaba, pero no tendría más remedio que seguir con eso al final, y Abby no esperó nada para ir al lugar de análisis. A primera hora de la mañana, Oliver estaba tendido en una camilla, evitando mirar la aguja que le habían clavado en el brazo y que llenaban de su sangre.

—Bien, ya está —anunció la enfermera poniéndole la tirita. Desde principio a fin había sido muy amable con él —¿Ves que fácil? Ahora tómate tu tiempo en levantarte —le dio una palmadita en el hombro.

—Muchas gracias. Ha sido muy amable, Maribel —Abby se acercó para darle dos besos en ambas mejillas, y recibió dos de la joven enfermera.

—No hay de qué. Hasta la próxima, Oliver.

No va a haber ninguna próxima. Le dijo Oliver mentalmente. Aunque no dolía casi nada la picada, detestaba el mareo que le causaban los nervios. Nunca le habían gustado las vacunas y menos que le quitaran sangre.

Por favor, mátame o ayúdame [Completa]Où les histoires vivent. Découvrez maintenant