06| Un paseo nocturno

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Randy

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Randy

El silencio que reina entre nosotros no se siente incómodo.

Es incluso relajante, en comparación al bullicio que hay en el interior del bar.

—De acuerdo, ¿qué quieres que hagamos ahora? —Interrogo, cruzándome de brazos por el frío que permuta aquí afuera.

Carter mira hacia la calle y se encoge de hombros, antes de guardar las manos en sus bolsillos.

—Caminar estará bien por el momento.

Asiento y me sonrojo.

Por el frío, cabe recalcar.

—Caminemos entonces.

Sin añadir nada más, ambos comenzamos a movernos hacia la calle desolada frente a nosotros. Las luces amarillas de las farolas iluminan nuestros rostros, el pavimento y los carros estacionados a ambos lados. La brisa nocturna purifica mis pulmones de tanto olor a alcohol y cigarros de la fiesta.

Ambos pasamos frente a un lugar en particular que llama mi atención.

La casa de los French.

Es conocida también como la casa abandonada. Hace años vivía allí una familia, pero por razones desconocidas todos se mudaron y dejaron la casa a merced de la vida y han intentado venderla, pero es en vano, nadie quiere comprarla.

Observo la enredadera de hierba que sube desde el césped del suelo hasta el techo de madera de la casa. Las ventanas están sucias y las paredes acabadas y un poco agrietadas. Su aspecto por fuera no es el mejor del mundo, es bastante deplorable, la verdad. Sin embargo, por dentro es totalmente diferente. Hace un año entré a ella con Fernando y Grecia para curiosear —estuvo mal, sí—, y nos llevamos una enorme sorpresa.

Las paredes estaban pintadas de colores blancos y permanecía impecable, el suelo de madera fina y resonante, la sala era espectacular con muebles nuevos y lamparas en el techo que cuestan quizás mi vida entera. El olor a antiguo era pesado, pero la elegancia del lugar lo suplantaba. Era fascinante y me hizo preguntarme por qué nadie la había comprado.

Y la respuesta es obvia, quizá todos se han dejado llevar por la apariencia del exterior de la casa y no se han molestado a echarle ni siquiera un ojo a lo que guarda por dentro. Y en ese momento me dio rabia, pero lo entendí, así funcionamos los humanos, nos dejamos llevar por una impresión tal vez errónea en lugar de molestarnos en ver lo especial y valioso que puede encontrarse detrás de aquella fachada superficial.

Y me avergüenza haber caído en lo mismo, juzgar sin razón.

Como lo hice con Carter y muchas más personas.

—Lo siento —me disculpo, confundiendo al pelinegro quien alza una ceja.

—¿Por qué? ¿Hiciste algo malo? ¿Debería llamar a la policía? —Hace el amago de buscar su celular y no puedo evitar reír ante sus palabras que, aunque no las ha dicho con un tono divertido, se nota que bromea.

Efímero [EN PROCESO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora