28.- El sexo del bebé

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—Las redes arden de nuevo con el escándalo surgido apenas unas semanas después de que saliese a la luz el famoso vídeo protagonizado por el excandidato demócrata, el exitoso empresario inmobiliario, John D. Starsky, en el que, como recordarán, se veía a Starsky drogándose delante de su hijo de tres años —dijo el presentador de informativos—. En esta ocasión, la que es presa de los focos es la senadora Burke...

La noticia estaba ya en la primera página de todos los medios de comunicación del país:

¡NUEVO ESCÁNDALO EN LA CAMPAÑA ELECTORAL!

El descalabro parecía, de nuevo, irrefrenable, la caída de otro gigante estaba próxima:

—Larissa Burke nunca se licenció en la carrera de Derecho...

—..., lo que la hace sospechosa de haber ascendido fraudulentamente los peldaños políticos de la escalera que lleva directamente a la Casa Blanca. Su trayectoria hasta el momento era impecable y adelantaba a su rival en casi veinte puntos. La senadora era considerada ya como la primera mujer que lideraría los Estados Unidos...

—Starsky ya ha abandonado la política, ahora parece el turno de la senadora Burke. Y este humilde reportero se pregunta: ¿Es que no hay nadie en esta campaña sin un monstruo en el armario?

Periodistas y abogados afilaban sus lápices. El partido afectado dejaba de dormir definitivamente hasta encontrar la respuesta a si existía algún modo de reparar el daño. Larissa Burke insistía en que no daba crédito a semejante estupidez, aquella era una noticia falsa, un bulo sin pies ni cabeza. Tenía pruebas de su inocencia. Y sabía que su equipo lavaría su imagen para alzarla hasta lo más alto del podio, el lugar que le había estado correspondiendo hasta ahora en su carrera imparable a la presidencia.

Esa noche, en el hotel en el que reposaba de su último mitin, Alexander Bell veía las noticias y también sabía una cosa: a esas alturas de la campaña, el tropiezo de Burke lo iba a catapultar a él al despacho oval.

Porque la cuestión no era si Burke iba a caer por meterse en un río de aguas turbias, sino cuánto tiempo tardarían esas aguas en regresar a su cauce. Y es que mientras la ofendida senadora luchaba contra su enfado, y buscaba y mostraba la prueba de la que hablaba, y los suyos preparaban un plan de restitución de imagen adecuado, todos aquellos votantes que ya tenían su papeleta preparada apartaban su mirada de ella, su favorita y, al igual que millares de vecinos indecisos, se giraban en masa para centrarla en la del segundo en la pugna, el candidato republicano, él mismo: Alexander Bell. 

El  mundo lo observaba más que nunca, y él le correspondía con la sonrisa perfecta, el eslogan perfecto, el look perfecto. Todo lo que veían aquellos millones de ojos curiosos era un hombre sin tacha, íntegro, un modelo de vida, de obra, de intenciones, de oratoria brillante. Su programa electoral no coincidía en nada con el que habían estado apoyando o, quizá, planteado apoyar, pero, ahora mismo, la ideología era lo último que les importaba... si habían sido engañados.

Alexander Magnus Bell resultaba ser, sin lugar a dudas, la única opción posible a ojos de aquella sociedad herida en su orgullo, incluidos los politólogos que daban su opinión como expertos en los canales mediáticos del país y de fuera de él. Y con Burke momentáneamente en la cuneta, resultaba encontrarse ante la oportunidad de su vida para hacerse oír con una voz más alta y certera que nunca.

Porque él no era un mentiroso.

—Es patético, pero a la vez una buena noticia, ¿no? —comentó Renata, echada a su lado en la cama, en pijama también, sin apartar su mirada de la televisión que compartían.

Alexander le tomó la diestra para besarla, se la llevó al pecho unida a la suya y, sonriente, le dijo:

—Cielo, será de mal gusto, y hasta pueril, pero yo estoy feliz. Feliz como un bebé.

¿Qué fue de Bethany Bell?Where stories live. Discover now