30.- No me quiero ir

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La misma mañana en que Charlie descubría la respuesta de DeathAngel a su comentario, Apley acompañó a Ingrid Johansson a la tienda de pintura de la señora Sweet.

Les atendió la hija de ésta, Corina, porque su madre estaba en la peluquería. En ese momento atendía a una mujer en su cincuentena cuyo cuerpo aparentaba veinte años menos: Elizabeth Lagerlöf.

Esta mujer, quien daba nombre al rumor  que relacionaba a la madura y rica heredera de la casa Lagerlöf con el novio actual de una de sus sobrinas, el pequeño de los Osheroff, era alta y elegante, de bellos rasgos mejorados con varias operaciones estéticas. Tenía cuidada melena castaña de ondas carmesíes, ojos celestes y vivos y una figura atlética, fruto, seguramente, del ejercicio. La señora Lagerlöf disfrutaba enormemente del yoga, y, por las joyas que llevaba, también del zafiro y de la plata. 

Esta mañana la acompañaba un niño de electrizado pelo rojo y rasgados y vivaces ojos azules, su nieto Adam, a quien Corina prestaba más atención que a la American Expresss que tenía entre las manos, porque ahora al niño le daba por ponerse a hojear un bloc para dibujantes de manga... Como se temía, Adam comenzó a arrancarle las hojas.

Al oír el ruido a su espalda, Elizabeth Lagerlöf centró una mirada inescrutable en los ojos disgustados de Corina. Y dijo, serenamente:

—Cóbrame también el bloc.

Adam se aburrió pronto de su juguete y lo dejó caer al suelo, sobre sus restos arrancados. La pareja que acababa de entrar tuvo que apartarse de su camino cuando el niño decidió salir de la tienda semejando ser Naruto en plena carrera. Pronto le siguió, tranquilo, el sonido de los altos tacones y la bonita bolsa de tela llena de artículos con el logo de la tienda que acababa de adquirir su jovial, bella e imperturbable abuela.

Corina se apresuró a recoger el desastre de Adam y, seguidamente, prestó toda su atención a sus dos nuevos clientes.

Era la primera vez que Corina veía a la señora Johansson tan de cerca, y no dudó en cambiar la impresión que se había hecho de ella: Ahora le pareció más alta y más guapa, mucho más que Elizabeth Lagerlöf, aunque también más sobrecogedora, porque Ingrid Johansson tenía la mirada más gélida que había visto en su vida. Esto, la sensación de frialdad que le provocaba al mirarla a los ojos, aquellos ojos de hipnótico azul helado, la confundió, porque resultaba que la albina y hermosa madre de June estaba allí para demostrar tener un alma sensible inclinada hacia los mundos cimentados en óleos y acuarelas, en carbón y ceras, en sedas y pasteles. 

Al parecer, la señora Johansson admiraba el arte pictórico desde distintas perspectivas, poseía la voluntad y el don para aprender, y el pintor Apley, que nunca se había mostrado dispuesto a exponerse al mundo y vivía recluido en el suyo propio en la antigua casa de la señorita Fitt hasta que el misterioso incendio lo sacó de ella, estaba ahora dispuesto a mostrar a su nueva casera todo lo que sabía de unos mundos y de los otros.

Apley eligió para ella un caballete, tela de lino, un maletín de óleos, otro de ceras, otro de lápices de colores, papel de dibujo, pinceles de distintos tamaños, un bote de barniz.

Corina hubo de utilizar varias bolsas para guardar todo. El material elegido pertenecía a las mejores marcas y a la mejor calidad, por lo que la compra ascendía a varios ceros, pero al parecer, la tarjeta de Apley, como siempre, podía con todos ellos.

Al volver a casa, Ingrid y Apley se comportaban como dos adolescentes que tonteaban, felices de haberse conocido. Al entrar, intercambiaban sonrisas luminosas. Resultaba, cuando menos, interesante el modo como el hielo en los ojos de ella llegaba a derretirse hasta fundir el corazón de él cada vez que sus miradas se enlazaban, y últimamente eso sucedía a menudo.

Dejaron las bolsas sobre el sofá y tan cerca estaban el uno del otro, que a Apley no le costó satisfacer su deseo de besar a Ingrid en los labios. Ella estrechó sus brazos alrededor del cuello varonil, aparentemente dichosa.

Unida aún al pecho y la boca de Apley, Ingrid miró por encima del hombro de él y, repentinamente, se puso seria y se apartó.

Extrañado, Apley siguió su mirada, y vio a June y Vernon de pie el uno al lado del otro en lo alto de la escalera. Los mellizos los miraban con expresión grave desde su pedestal.

Ingrid y Apley se volvieron a ellos lentamente, sin dejar de observarlos a su vez.

—Lo siento —susurró Apley, avergonzado y al mismo tiempo sorprendido por la seriedad de los mellizos y el distanciamiento repentino de Ingrid—. No debería haber...

Sin una palabra, Ingrid subió las escaleras y él la siguió hasta el dormitorio, bajo la mirada atenta de los dos hermanos.

Allí encontraron que Peter había fallecido.

Esa tarde, Jade llegaba a casa en su bicicleta de montaña cuando descubrió a June sentada al pie del roble que tantas veces le había dado acceso a su ventana en horas prohibidas por los adultos

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Esa tarde, Jade llegaba a casa en su bicicleta de montaña cuando descubrió a June sentada al pie del roble que tantas veces le había dado acceso a su ventana en horas prohibidas por los adultos. Aquel árbol robusto, que nada significaba para Justin y Jim, se convirtió en cómplice de su amistad con June en cuanto ésta descubrió lo divertido que puede llegar a ser jugar a un buen videojuego desde un buen ordenador.

Jade se sentó junto a ella, quien le contó lo que pasaba en su casa, sin que su amigo le interrumpiese una sola vez.

—El entierro de Peter no será en Aderly —dijo June, finalmente—. Mi madre quiere trasladar su cuerpo a Noruega, y ha convencido a ese pintor para que corra con todos los gastos y viaje con nosotros.

Jade necesitó varios segundos para digerir aquella información, al menos en parte.

—¿Cuándo os vais? —preguntó al fin.

—Mañana.

Jade apartó la vista del perfil entristecido de June para fingir interés en una hormiga que recorría el envés de una hoja seca, a su lado. Mientras jugueteaba con la hoja y un palito, le asomó rubor en las mejillas. Al cabo de un rato, dijo, con voz ronca:

—Te echaré de menos.

De pronto, y por primera vez, June le abrazó, y al oído le susurró algo que él escuchó con gran sorpresa:

—Ayúdame. ¡No me quiero ir!


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¿Qué fue de Bethany Bell?Where stories live. Discover now