El último "primer día"

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Regina se despertó en sudor. Tragó con dificultad y lanzó un vistazo a su despertador. Las tres de la mañana. Suspiró y cogió la caja de pastillas dejada al lado de un gran vaso de agua. Después, la volvió a dejar sin intención de abrirla.

No pudo evitar encender la luz; desde hacía mucho tiempo no podía estar a oscuras de nada que se despertaba sola en su habitación. Quizás para asegurarse que estaba bien sola. Se sintió reconfortada, pero le faltaba el aire. Se puso la bata de seda, deslizó sus pies en sus confortables pantuflas y dejó la habitación.

Regina Mills vivía en una hermosa mansión, estaba a medio camino entre casa y un rancho antiguo. Amaba el lujo y las alfombras de pelo largo y precio desorbitante. Amaba el arte, la alta cocina y el perfume. Todo eso se transparentaba en su mansión, y si alguien entraba en su casa, podía fácilmente hacerse una idea global de la mujer que ella era. Salió de su habitación y dejó su mano deslizarse por la barandilla mientras bajaba los escalones más cercanos. Lanzó una mirada hacia la izquierda, por encima de la barandilla; desde ahí tenía una vista magnífica de su salón. Recordó las noches que había pasado en ese lugar observando la estancia. Desde ahí, no la veían y ella veía absolutamente todo. Así había podido ver a Mary Margaret y David acercarse poco a poco. Había podido escuchar a Will Scarlet hablarle a Jefferson de su plan para meter a Regina en su corazón y después en su cama. Había podido ver la expresión seria del doctor Whale cuando este se preocupada por su hermano, eminente abogado, porque aquel parecía perder la razón a causa de todos esos procesos.

Llegó a lo alto de las escaleras teniendo aún los dedos posados en la madera pulida. Miró a su derecha. Amaba ese sitio, la pared se dividía para dejar que el techo abrazara la estancia. Había hecho un pequeño salón en el que solamente cabían dos personas. Desafortunadamente, ella estaba ahí a menudo sola, pues Regina Mills, aunque contaba con algunos amigos, ya no deseaba compartir su vida con cualquiera. Muy a menudo desilusionada, herida, aplastada. Bajó las escaleras y llegó a la entrada de la mansión que se abría a una cocina donde el mármol y la madera oscura se aliaban maravillosamente. Abrió una puerta y entró en la guarnicionería donde se puso las botas, después cogió algunas golosinas antes de hundirse en el aire fresco de la noche. Atravesó el espacio que la separaba de las caballerizas donde dormían varios caballos. Todos salvo uno, su favorito.

-Beau Miroir- dijo ella dulcemente. La cabeza negra apareció un poco más abajo de la media puerta; Regina extendió sus labios en una sonrisa y posó una mano en la testuz del semental. El gruñido del animal la tranquilizó. Le presentó una golosina para que él avanzara un poco más y no pudo evitar abrazar su hocico mientras él tendía el cuello para coger el trozo de azúcar. Ella lo gratificó con varias caricias.

-Entonces, ¿no duermes mi querido?- murmuró ella, poco sorprendida. Él y ella se habían reconstruido al mismo tiempo, tenían los mismos traumas y los mismos insomnios. Cuando ella se despertaba, sabía que en su box, Beau Miroir tampoco podía dormir. Como si estuvieran conectados.

Sí. Regina Mills ciertamente no había tenido una vida fácil, pero ella se había levantado, había tomado las riendas y sobre todo, estaba viva.

Abrió la puerta y aferró las crines de Beau Miroir para alzarse sobre su grupa. En su cabeza, escuchó la voz de su madre: «¡Regina, montar sin silla es imprudente! ¡Si todo un equipo ha sido inventado para montar a caballo, alguna razón habrá!» Con una presión sobre los flancos del semental, lo hizo avanzar tranquilamente justo hasta el prado que se extendía delante de ella. Tenía espacio suficiente para hacer que hiciera un poco de ejercicio. Los detectores de movimiento hicieron que se encendieran parte de la extensión de hierba un poco seca por el verano que acababa de terminar y pudo lanzar el caballo al trote, y después al galope. El viento de septiembre se arremolinaba en sus cabellos, dándole la impresión de libertad; el aire era fresco, pero el calor de verano aún no había tenido tiempo de desaparecer. Regina inspiró varias veces para que sus pensamientos negativos desaparecieran volando tras ella. Aferraba firmemente las crines entre sus dedos cuidando para no lastimar a su protegido. Un cuarto de hora más tarde, lo devolvió a su box y lo secó, y cepilló con mimo. Finalmente, depositó un beso en su hocico y le obsequió con unas últimas caricias.

El caso del pequeño cisneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora